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Empobrecimiento y violencia

José M. Tojeira

En diversos foros está de moda decir que la pobreza no genera violencia. Y en algunos aspectos es cierto. Algunas de las regiones más pobres del país tienen menos violencia que otras zonas suburbanas con un ingreso mensual sustancialmente mayor. Sin embargo, troche como en toda generalización, cialis decir que la pobreza no tiene relación con la violencia es una mentira. Y una mentira grave. En primer lugar porque la propia pobreza es con frecuencia una forma de violencia social. Los pobres no lo son por casualidad, sino muchas veces porque alguien se queda con una parte del valor de su trabajo. Y en segundo lugar porque cuando la pobreza aumenta y es claramente injusta, es lógico que provoque reacciones violentas, al menos en algunos. Y decimos en algunos, porque la mayoría de la gente prefiere siempre soluciones pacíficas, como son la migración o hacer horas extras de trabajo, si les es posible. Pero queda siempre ese algunos, que puede crecer sustancialmente cuando el empobrecimiento de muchos es sistemático y la desigualdad en el ingreso, fruto del trabajo, aumenta en el día a día.

Y en El Salvador, aunque la pobreza ha disminuido según las mediciones en base a canasta básica, el empobrecimiento de algunos sectores ha sido permanente. Ya decía el PNUD en el 2008 que una alta proporción de jóvenes, incluso con mayor nivel educativo que sus padres, tenían en su primer trabajo un salario con menor capacidad adquisitiva que sus padres. Pero además los datos dejan bastante claridad al respecto. Si tomamos el salario mínimo de los recolectores temporales de caña, veremos que en 1976 tenían un salario mensual de 66 dólares (si convertimos los colones a 2.50 colones por dólar). El salario actual, tras la última subida en enero es de 109.20 dólares, lo que significa un aumento salarial en 39 años del 65%. En la mitad de tiempo, entre 1990 y 2010, la industria azucarera tuvo en el país un crecimiento promedio anual del 6%. En otras palabras, un 120% en 20 años. Al mismo tiempo el poder adquisitivo del dólar en 1976 era entre cuatro y cinco veces más alto que en la actualidad. Usando porcentajes podemos decir que la capacidad adquisitiva del dólar de 1976 era un 400% más alta que en la actualidad.

De estos datos podemos concluir que el salario mínimo de quienes cortan caña ha ido decreciendo sustancialmente en su capacidad adquisitiva. Y que el ligero aumento en el número de dólares de su salario no se puede comparar con el crecimiento de la gran industria, es decir, de los propietarios del negocio cañero. Y es claro que si las ganancias de una empresa crecen bastante más aprisa que los salarios de sus empleados o de los que están en la base de dicha industria, hay una evidente injusticia. Porque capital y trabajo deben ir al menos al unísono. Y más si lo vemos desde la sana y lógica Doctrina Social de la Iglesia que afirma la prioridad en importancia del trabajo sobre el capital. Pero si además añadimos el deterioro de la capacidad adquisitiva del salario de los más pobres, no hay duda de que de lo que hablamos es de explotación e injusticia social patente.

Y mientras esto sucede con ciertos trabajadores, y no sólo los cortadores de caña, nuestra sociedad ha evolucionado y avanzado notablemente hacia una cultura consumista en buena parte desbordada. Los medios de comunicación privados dedican con frecuencia una tercera parte de su espacio a propaganda. O en otras palabras, que eso es la propaganda, a fomentar el hambre de comprar felicidad. No hay que extrañarse entonces de que se recrudezca la violencia social si empobrecemos a una relativamente alta proporción de nuestra gente, pagándole mal y reduciéndole la capacidad adquisitiva de su salario, y además incitándola sistemáticamente a buscar la felicidad comprando cosas. Empobrecimiento sistemático y cultura consumista no son el mejor cóctel para cultivar la paz social. Al contrario, es una mezcla que produce una profunda frustración que se refleja después en la tendencia a emigrar, en la desconfianza de las instituciones e incluso de la propia política, que debería aportar caminos de solución en vez de, aparentemente, estar más preocupados por sus ventajas y conveniencias de grupo.

La pobreza injusta, la desigualdad, el empobrecimiento de muchos mientras otros se enriquecen y exhiben su riqueza tienen que ver con la violencia. Hay que insistir en ello porque en nuestro país se repiten demasiado frases como “que los maten a todos”, “quien la haga que la pague”, “volvamos a la pena de muerte”, o “retornemos al general Martínez”. Las mismas autoridades del campo de la seguridad gustan utilizar más el término represión del delito que el de persecución del delito, o insisten en un derecho a defenderse de los policías que suena a veces a rienda suelta en favor del gatillo fácil. El simplismo se adueña de los análisis impulsando una especie de guerra contra la delincuencia sin reflexionar adecuada o suficientemente sobre sus raíces estructurales. Si bien es cierto que hay que proteger la institucionalidad, mejorarla y proteger también y defender a quienes están en el campo de la acción contra la delincuencia, no hay que olvidar nunca que aquí tenemos un  problema estructural de desigualdad injusta y patente, de empobrecimiento creciente de algunos sectores, de inseguridad económica y vulnerabilidad, que debemos trabajar con mayor ahínco aún que las respuestas coyunturales a esta violencia concreta que cada vez se torna más insoportable por la acumulación que supone la existencia de una epidemia de la que parece no haber cura.

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