EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA.
Por Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Dijo Jesús:
Quitad la piedra,
Y habiendo sido así, dijo de nuevo:
¡Lázaro, ven fuera!
Y Lázaro, que había muerto, salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario.
Jesús les dijo:
Desatadle, y dejadle ir.
Lázaro fue, pues, según San Juan, revivido por Jesús, y se convirtió así en el símbolo de la resurrección. De allí en adelante, el Lázaro aquel, junto a Marta y María, fue proclamando la palabra, y cambió su tristeza y su angustia por la fe y la redención. Resucitó Lázaro porque pasó de la desesperación a la esperanza. Abandonó su “yo” exterior para encontrar su “yo” interior. Y tuvo que huir, porque así toca, huir de la persecución que al hombre azota y le entristece, llevándole a la angustia. Murió en el martirio, pero volvió a vivir.
Eso es lo que corresponde a los hombres de nuestro suelo. Hay la necesidad de revivir, de resurgir de la desesperanza, de vencer el dolor, la falta de fe, la sumisión. De otra manera, allí está la tristeza, y su inseparable compañera, la angustia. Debemos buscar a Lázaro, y hacer que una palabra nos ordene salir, quitar la piedra que oscurece nuestra propia caverna.
En la busca de un Lázaro, podríamos encontrar la redención. Lázaro creyó, y la piedra rotó sobre sí misma, por más manos aparentes que pretendieran moverla, y se desató de las cadenas. Desapareció la tristeza, despavorida, y con ella, la angustia, y entonces dejó de amarla, puesto que huyó.
Ya no más indigencia elemental e instintiva. La figura de Lázaro es la expresión de la búsqueda, de lo que debe encontrase para liberarse de la culpa, y de la muerte, y de la carga, que agobian la existencia del hombre, y más la nuestra. Ser como Lázaro y sus Marta y María, revivir en el cuerpo y revivir en la fe.
El salvadoreño lleva dentro de su ser interior su propio Lázaro; sólo necesita exteriorizarlo, reconocerlo, y poseerlo. Seguro de sí, encontrará la liberación. De otra manera, tristeza mía, tristeza del otro, fatalidad, amargura, y allí, clavada, fija, la angustia desesperante del futuro que no se ve porque no se tiene, y por lo tanto, no podrá encontrarse. Hay, pues, que revivir en este Lázaro, y seguir ciertamente el martirio de la persecución, pero con el manto de la fe cubriendo el Ser. Así hizo Lázaro, y por eso, volvió a vivir para volver a morir en el martirio, martirio que al fin le resucitó para siempre.
Nosotros somos Lázaros escondidos. Todos llevamos nuestro propio Lázaro sobre los hombros. Este espera sólo el momento en que hagamos rodar la piedra. Es la fatalidad a la que teme la angustia, y de la cual, una vez hecha realidad, deberá huir. Lázaros somos, pero no lo sabemos.
Hay otros Lázaros, no como el de Juan pero similares, hermanos. También a estos los llevamos adentro, azotados por nuestras propias cadenas. Todos buscan liberarse, revivir de todas formas, y resucitar a la vida liberándose de la culpa, de la muerte y de la carga para así hacer huir a la angustia.
El de Tormes era un Lázaro diferente pero igual. Este era pequeño, Lazarillo. Vivió su vida inauténtica arrojado-ahí, pasión inútil, con una existencia desgarradora, dormida. Este Lazarillo soportó la angustia de un Zaide, del ciego y del clérigo, del fraile y del bulero, del pintor de panderos y del capellán. ¡Como nosotros!: Hubo servido, como nosotros, mendigado, como nosotros, sufrido el hambre y la sed, como nosotros, caminar hasta el cansancio; engañó para sobrevivir, y le engañaron para someterlo…..hasta que logró la resurrección, y entonces, aquellos que lo golpearon, que lo humillaron, que lo engañaron, fueron a él para pedirle que les dijera cómo había vencido a la tristeza y hecho huir así a la angustia. El Lazarillo de Tormes está también dentro de nosotros, allí, reposado en nuestro “yo” interior, esperando que la piedra gire, para salir, levantarnos, y revivir para superar la carga, la culpa y la muerte.
Todos somos Lazarillos de Tormes. Andamos siempre acompañados de la tristeza, y de su ineluctable compañera, la angustia, sólo esperando el momento para revivir y huir hacia la resurrección, abandonando la carga, la culpa y la muerte. Cierto, el momento se ve lejos, pero ahí está, sólo a la espera, inamovible, fijo. En nosotros está convertirnos en Lázaros, de Juan o de Tormes, el que sea, que en el fondo, son lo mismo, por que siempre se resucita de la misma manera y en la resurrección se camina siempre hacia el mismo lugar.
Azorín, en “Lo fatal”, hace girar al Lazarillo y lo presenta puesto en una realidad más real. ¿Para qué esta plata labrada, bermegales, bandejas y tembladeras puestas en aparadores de tallado nogal, si el hidalgo aquél es presa del sufrimiento y siente una angustia inexplicable, y si el aullido del perro a media noche le hace sentir una sensación de extrema aflicción? En su aguda crisis existencial, el hidalgo, triste y angustiado, busca a Lázaro, su siervo obediente, que antes había ya revivido y así expulsado de su ser la carga, la culpa y la muerte. En este encuentra el látigo que descarga sobre su tristeza, y hace huir así a su angustia. Este látigo es no otra cosa que el encuentro con lo sustantivo de la vida, y no los magnos acontecimientos y las ruidosas pasiones que suelen engañar a los grandes hombres.
Buscar a nuestro Lázaro, encontrarlo y hacerlo vivir, ¡esa es la misión! Cualquiera, el de Juan o el de Tormes. De otra forma, no lograremos superar nuestra tristeza y seguiremos caminando con nuestra angustia a rastras, loba solitaria que sólo espera el momento en que seamos “ser-para-la-muerte”. Los salvadoreños somos Lázaros. No lo sabemos, es lo que parece, pero eso somos, Lázaros a la espera de la resurrección.
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