Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Cuando buscas algo y estás urgido de él, siempre te cuesta encontrarlo. Debes dedicarle tiempo y esperar que tu mente sea fiel y te guíe al lugar exacto. Pero la desesperación y la ansiedad se convierten en tus enemigos. Con los recuerdos es lo mismo, pero un poco más complicado.
Los recuerdos pueden estar ahí esperando que los traigas a la luz, que vuelvas a dibujar esos escenarios y acciones en las que estuviste o viste. Muchos de estos se presentan porque los evocas o porque quisieras olvidarlos. Algunos, en cambio, llegan sin que tú los busques y no comprendas por qué están presentes.
El recuerdo que más veces surge en mí, es el de mi mamá Chita (María Estupinian), mi bisabuela de parte de la madre de mi papá, observándome desde la puerta de su casa en Tonacatepeque, cuando llegaba a visitarla. Observo las paredes de adobe como si estuviera ahí, las piezas de madera que sobre salen como arcanduz antes del techo y las tejas de barro, como deberían ser en todas las casas para darles mayor frescura. Y adentro la oscuridad que se despintaba con el sol que entraba por la puerta par iluminar las lozas ocre y gris del suelo.
La veía a ella con su cabellera bicolor que peinaba con tile del comal para que se le viera el cabello más oscuro de lo que era, y que a veces el sudor delataba. La recuerdo con vestidos floreados de una sola pieza donde colocaba aquellos delantales blancos con revuelos, inmaculadamente blancos que ella procuraba mantener así aún con la dificultad que eso representaba. Y sus zapatillas chinitas de tela negra que tenían una pequeña hebilla y justo sobre sus dedos había una rosa bordada.
Me encantaba conversar con ella. A todo le miraba lo bueno, y me decía Morisito, porque Moris era mi papá.
Tengo presente los tardes que pasaba conversando con ella cuando mi mamá Yulu la hospedaba en la casa de la Santa Clara, escuchando como Jaime con esmero le leía las noticias del periódico. Y ella con paciencia lo escuchaba, luego contaba alguna anécdota graciosa. Como me hubiera encantado recopilar todo lo que decía.
Crecí admirando a esa anciana que se encargó de criar y cuidar a mi abuela tanto que se ganó el título de mamá, siendo la madrina de su mamá. Ella me representaba la paz, me hacía pensar en Tonaca.
Murió en 1997, justo unos meses después de que falleció mi abuelo Óscar Antonio Vallejo. Es curioso, porque recuerdo bien a mis abuelos, pero en el caso de esa memoria que te sorprende sin querer está más presente ella con su sonrisa.
Después de su muerte, el terremoto de febrero de 2001 destruyó su casa de adobe. Lo poco que estaba en pie fue derribado y ahora el lugar donde ella se asomaba para vernos llegar lo ocupa un muro donde se encuentra dibujada la imagen de mi papá, como siempre en desarrollo.
Cada vez que observo el lugar, miro una fotografía de cada pinta o veo los videos, recuerdo como si estuviera ella ahí sonriendo y me observa.
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