Álvaro Darío Lara
A Mario David Mejía, fraternalmente
Siempre me ha sido muy grato observar, cómo al final de la ardua jornada los obreros salen de sus trabajos – a pesar de todos los pesares- en una alegre algarabía. En esa prisa no hay distingos de género. Hombres y mujeres parecen colegiales liberados por el timbre final que los instala en la calle. Y ahí van, los hombres, llamándose por graciosos motes, golpeándose alegremente. Las mujeres por su parte no cesan de contarse lo sobresaliente del día. De esta rutina no escapan los oficinistas gubernamentales o privados, que una vez cumplido el horario de rigor, pasan a formar parte de esos colectivos que avanzan velozmente, buscando los autobuses o sus propios vehículos.
Esta es la ruta del día iniciándose con la bendita mañana que anuncia promesas, y llegando a su término, con el cansancio que ha de encontrar -en la morada- el merecido descanso. Por supuesto, que en nuestro medio -carente de ese mínimum vital por el que tanto abogó don Alberto Masferrer desde el siglo pasado- existe mucho desempleo, injusticia, graves necesidades que, por desgracia, desembocan en el crimen, la migración forzosa, o en aquellos caminos autodestructivos, de los cuales es tan difícil retornar.
Sin embargo, el cultivo de la alegría, de la felicidad, debe de ser un encendido propósito cotidiano. Es en el inmortal presente donde puede y debe –insistimos- concentrarse todos los nobles ideales y entusiastas quehaceres. Al respecto la escritora metafísica Muñeca Geigel nos dice: “Mi felicidad y mi futuro dependen de mí mismo. Si yo permito que mi pasado domine mi pensamiento; se me escapará el presente y perderé el futuro”.
La niñez de maltratos, la sordera, la soledad, las penas amorosas y económicas del artista, no fueron nunca obstáculo para la suprema creación de ese gigante musical de todos los tiempos: Ludwig van Beethoven (1770-1827). Por paradójico que parezca fueron su detonante. De esta manera, el genial músico germano finalizó en 1823 su Novena Sinfonía, cuyo cuarto movimiento se conoce universalmente como la “Oda a la Alegría”, correspondiendo la letra al maravilloso poema de Friedrich Schiller ¡Todo un canto de amor y fraternidad humana!
No es fácil mantener la alegría esperanzadora en un mundo que nos publicita a bombo y platillo las más terribles noticias locales y universales. Son, en ocasiones, tantas las contrariedades personales que nos asaltan en el ámbito individual, laboral, social, que nuestras fuerzas parecen ceder. Por ello es reconfortante escuchar la voz de la orientalista argentina Stella Ianantuoni, quien nos expresa en un fragmento de su libro “Visualización creativa”, lo siguiente: “La vida es hermosa y perfecta aun cuando al día le siga la noche, aun cuando junto a las alegrías nos ofrezca dolores y todo lo que vivamos se encuentre inmerso en la polaridad. Al cambiar la mirada se cambia lo que se ve”.
El eminente filósofo griego Epicuro (341 a.C-270 a. C), cuya obra nos ha llegado por referencias a través de los siglos, afirma con mucha sabiduría: “Para hacer feliz a un hombre, no le des riquezas. Quítale deseos”.
¡Entonces, basta ya de los rosarios infinitos de amarguras! Hagamos un recuento de lo vivido, y en verdad: ¡hubo y habrán –estoy seguro- muchos momentos alegres y felices que nos aguardan!