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En cada niño nace un trozo de cielo

Víctor Corcoba Herrero/Escritor
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El mundo ha de pintarse de azul claro para cada niño, porque ellos mismos son una porción celeste en camino, siempre en disposición de transmitir vida como signo de continuidad humana. Con razón son el alma de la humanidad venidera, un privilegio en el ocaso de nuestros andares y una gracia, pues toda grandeza se inclina ante su angelical mirada. Naturalmente, es importante no despedazar su ternura, no destruir la inocencia, pues cada cual tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir. Nada hay más insensato, para una especie pensante, que no pueda transcurrir una niñez serena, sombreándole un mundo en negro, ofreciéndole una quema de etapas con doctrinas verdaderamente mortecinas. A veces la irresponsabilidad de los adultos es tan cruel como estúpida; no en vano, demasiados críos han llegado incluso a ser blanco de los francotiradores, sus escuelas han sido demolidas conscientemente, e incluso se han bombardeado hospitales infantiles.

Ante este afán destructor monstruoso; díganme: ¿cómo no salir en su auxilio, realzando la voz, para una repulsa al unísono? Ya está bien que a los chavales se les arrebaten sus derechos cada día. Vayamos a los recientes datos, proporcionados por UNICEF: 262 millones de criaturas y jóvenes no van a la escuela. 650 millones de niñas y mujeres se casaron antes de cumplir 18 años. 5,4 millones de niños murieron antes de su quinto cumpleaños, en su mayoría, por causas prevenibles. Ojalá fuésemos capaces de construir un orbe en el que cada ser en crecimiento estuviese a salvo de todo peligro, y pudiese desarrollar su máximo potencial humano, tanto en valores como en conocimientos. Son, indudablemente, el recurso más importante, la inversión más provechosa, la esperanza nuestra en suma.

Sea como fuere, insisto, en cada niño nace un trozo de cielo, ya que son el mejor amor, aquel que todo lo dulcifica con una sonrisa. Lástima que su vida para algunos mayores valga apenas nada, siendo utilizada por gentes sin escrúpulos, sirviéndose de su debilidad. Por si fuera poca la desdicha, millones de jóvenes viven con miedo, están atrapados por la violencia o se hallan inmersos en un ciclo de pobreza mundial de difícil salida. Por consiguiente, hoy más que nunca requerimos acción, necesitamos un cambio a nivel global, que garantice que toda esta fuerza de mancebos tengan acceso a educación, aprendizaje, capacitación o empleo. No trunquemos su ardor ingenuo, activemos la confluencia de ideas intergeneracionales, concibamos hogares de paz y formemos familias armónicas, que las experiencias de la infancia tienen repercusiones para el futuro. No olvidemos que las heridas concebidas por la tensión entre progenitores, o la misma ruptura de los padres, causan atmósferas de complicada reparación. Pensemos que lo que se les dé ahora que están formándose, lo devolverán a la sociedad.

En cualquier caso, volviendo al azul del mar o del firmamento, a la hora de moverse por la vida con ese vientecillo tibio del sol, no cabe duda que son los ojos de un niño los que engrandecen los días. Por eso, todo debe estar dispuesto para que se abra la puerta existencial, y pueda entrar el aire de la niñez en familia; para que los pequeños lleguen a ser personas de bien, seres con corazón, mensajeros de amor.

Esto es lo fundamental, el concienciar a los mayores de la importancia de trabajar día a día por su bienestar y su justo desarrollo, algo primordial que ha de ser efectivo para todos los niños, puesto que tienen derecho a la salud, la educación y la protección, independientemente del lugar del mundo en el que hayan nacido. Sin duda, son el colectivo más vulnerable y, en consecuencia, han de ser protegidos (es un deber de los maduros) para no ser marcados por el sufrimiento.

Dicho lo cual, el recuerdo de millones de infantes a los que se les ha arrebatado ese virginal trozo de cielo que llevan consigo, nos invitan a emplearnos a fondo para que cesen los conflictos y las guerras, las penurias y los comercios con inocentes, que eclipsan el respeto por la vida humana. Consiguientemente, no formemos del paraíso de la infancia un mar de fuego, un infierno oscurecido; máxime sabiendo que la única patria que recordamos al fin de nuestro caminar, son nuestros primeros años de camino. Desde luego, poder disfrutar de los recuerdos placenteros del joven que fui, es volver a ser el niño que soy a pesar del tiempo transitado; es como vivir dos veces y alargar la vida. Naturalmente, que vale la pena no quemar etapas, ni que nos las quemen.

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