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En defensa de la palabra… de nuevo

René Martínez Pineda *

Sarcófago. Sepulcro. Sótano. Silencio. Sofoco. Suicidio. Sentimiento. Falacia. Constitución. Boicot. Empresa. Injusticia. Beso. Lo siento, compañeros y fieles lectores, pero es mi deber anunciar y denunciar el ahogamiento sistemático del que ha sido objeto, durante ya varias décadas, el único periódico progresista y corajudo del país: el Co Latino, lo cual lo ha llevado a situaciones de crisis económicas recurrentes y feroces, las que, en lo esencial, han significado una expresión concreta de la violación a la libertad de prensa de forma solapada. Y es que la libertad de prensa, sin ninguna duda, es un factor estratégico del derecho más amplio a la libertad de expresión de los ciudadanos que es propia de los países democráticos, la cual se vulnera tanto con la censura oficial como con el boicot empresarial, el que puede ser mucho más mortal porque tiene como objetivo: aniquilar. La prensa (en sus más variadas tarimas históricas, tecnológicas, ideológicas y culturales) juega un papel esencial al informar (y formar, como moderno flautista de Hamelin de la socialización o como asesora de la historia) de manera contextualizada sobre los temas más notables para todos los ciudadanos, al agendar en el debate público (lo cual de por sí es una decisión de clase deliberada) los aspectos vitales para el desarrollo social y la democracia, al actuar -en lo político-práctico- como “perro-guardián” o gendarme de los intereses reaccionarios o como pregonero de la realidad.

Por tal razón es fundamental que la Prensa (y su libertad de expresión) pueda ejercer su trabajo con independencia irrestricta, pues de ello depende el uso de la palabra (y la defensa de la misma) en otros ámbitos de la vida social y política que, a simple vista, pueden parecer remotos. Ahora bien, esa libertad está amenazada de muchas formas: censuras directas a través de leyes, normas o sentencias constitucionales que no respetan los modelos internacionales; alta concentración de medios (como sucede en el país); violencia contra medios independientes o pequeños y contra periodistas progresistas; impunidad –real o formal- en los crímenes cometidos contra medios y periodistas; violencia digital;  auto-censura; boicot publicitario, entre otras.

En ese sentido, de no cumplir ese deber de denunciar las injusticias, heredado sin testamento, no tendría ningún sentido ético haber sobrevivido a la guerra y al último vagón de su exilio moderno; no tendría ningún sentido político-práctico haber anunciado y denunciado, con un lápiz en la mano y un poema en la boca, la represión masiva en las calles del militarismo y en las sombras inquietantes de los esqueletos de las múltiples masacres de lesa humanidad que atentaron contra el alma de la nación; no tendría ningún sentido moral haber soportado en silencio y con cristiana y solitaria resignación: la cruel tortura en la cárcel clandestina; el desierto del suicidio inducido; la amenaza constante de la bolsa plástica con cal; el discurso popular del choque eléctrico; la capucha ardiente y densa del expediente policial abierto de oficio en una de las tantas cárceles clandestinas, ese lapidario tiempo-espacio que viene conmigo disfrazada en la sangre y sus besos

Resultó comprensible, en aquel entonces, que ante las circunstancias perentorias de la coyuntura político-militar, yo tomara la palabra sin pedirle permiso a nadie, porque con ella, poniendo a un lado mis juguetes preferidos y mi primer cuaderno de sociología, denuncié sin miedo -ni condiciones, ni esperando dádivas- a la dictadura militar de los setentas y ochentas, cuando muchos callaban su vocinglera cobardía u ocultaban su podredumbre de cisne engañado en el olor tibio de las fiestas rosas o en las sábanas flatulentas que espantan el frío glacial de la madrugada; o se alistaban a tomar la beca de postgrado del que, por amor a su pueblo, cayó combatiendo en la calle o en el cerro combativo sin desnudez apropiada a su muerte, sin miedo justo a su medida, sin la convicción revolucionaria como mercancía barata; porque para mí, todavía, es un punto de honor revolucionario y humanitario hacerlo, pero como claro es que no tengo en las manos el derecho a morirme, ni siquiera en las abandonadas tardes de los domingos de ramos, reclamo, entonces, el derecho a opinar y a protestar libremente cuando un patrimonio nacional de la cultura (como lo es el Co Latino, sin duda alguna) está en peligro, así como aclamo y reclamo el derecho emancipador a no dar clases de sociología burguesa porque, arrastrándose a la cúpula de lo perverso, el cuervo que no posee párpados engulló las palabras de protesta y el pensamiento crítico usando el disfraz de la objetividad que siempre es subjetiva; porque es duro ver matando a los que descansan en paz, eso es más grave que quedarse solo en las riberas de la lápida sin inquilino reconocido; porque las sílabas extrañas de la lucha remota me queman la mano izquierda y me acribillan los besos; porque es un compromiso social ineludible que tengo con quienes -metiéndose los sueños en la bolsa de la camisa para sacarlos más tarde- dieron la vida para que la palabra reconquistara su garganta, incluso la del reaccionario pobre convertido en sirviente del burgués, esa putita sabia e intrigante que hace olvidar las desgarraduras de los cerros y los ladridos de los perros; para que el bocado hiciera las pases con su estómago, y éste le pudiera confesar lo difícil que ha sido no morir.

En ese arduo proceso de la denuncia y la defensa de la palabra que está emparentado con la memoria histórica y la identidad sociocultural –el cual he honrado en mi columna semanal- y que tiene que ver con que los hombres tengan palabra (no demagogia) para que los niños tengan un bigote de leche por la mañana (no lombrices) he visto todo, he denunciado todo, he sufrido todo, me han amenazado a muerte veintisiete veces: me permito remitirle al interfecto por esquinero sospechoso y con el agravante de ser marxista del Barcelona… pero siempre hay sorpresas, siendo la última y más execrable de ellas la sodomización impune que se quiere hacer tanto de la libertad de expresión como de la diminuta parte social de la Constitución por parte de quienes, por definición, están obligados a respetarla más allá de sus intereses, más allá de lo mezquino y lo profano, más allá del jugoso cheque burocrático que en ocasiones como esta denuncia -sin pelos en la lengua, como lo haría mi abuela- que “hay sillas que les quedan muy grandes a algunos culos”.

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