René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Ya las elecciones pasaron y se fueron de paso, llevándose de paso a muchos y a pocos; ya la televisión recogió la basura con la que ayer: imperativa, nos dejaban a oscuras (…) “cae la noche y ya se van nuestras miserias a dormir” lejos de la voz del infame que analistas que quería robarle la opinión al pueblo. Las elecciones ya pasaron y hoy la semana vuelve a ser un racimo de días para trabajar, una flor en la que deshojamos el me alcanza, no me alcanza; cada quien vuelve a sus tareas cotidianas, unas más elementales que otras; otras más de entrega voluntaria que unas. Pero para las cuentas cabales de la historia, todos somos maestros, todos somos líderes, todos somos peones, todos somos arquitectos cuando queremos serlo, cuando necesitamos serlo o cuando, por el paso de la vida sobre nuestras espaldas, estamos obligados a serlo porque debemos elegir entre una muerte probable y una muerte segura; o debemos elegir entre un salto al vacío o salir del vacío; o debemos elegir entre una iglesia y una plaza pública llena de iguales que son distintos y en esas encrucijadas o paradojas no importa si la vida es real o es imaginaria porque en ambos casos es una utopía: nuestra utopía.
La tarea del maestro –así como, pongamos por casos, la del revolucionario o la del líder social que no olvida dónde tiene enterrado el ombligo y dónde tiene guardada la boleta de empeño que se venció hace tres gobiernos y cien ladridos alemanes- es simple cuando la convicción, la memoria histórica y la dignidad de ser parte del pueblo son quienes firman el cheque y ponen las cláusulas del contrato vitalicio: defender la utopía –en cualquiera de sus formas y pre-formas; en cualquiera de sus nombres o sobrenombres- en la pizarra, en el discurso, en la comunidad y ante todo: en la práctica cotidiana con nuestros iguales, como quien defiende una trinchera asediada por la artillería pesada del consumismo, por los soldados de la plusvalía, por la jaurías de serviles de los oportunistas sin ideología definida, esos que no tienen la palabra “pueblo” en su diccionario; defenderla de la ignominia de la corrupción política y académica y religiosa; defenderla de la rutina atroz de la miseria y de los que, sin ser pobres en dinero habitan en ella a sus anchas; defenderla de las ausencias transitorias de la lucidez política que nos han hecho cometer errores; defenderla de la transformación de la conciencia social en una mercancía barata o en un voto simple; defenderla del olvido definitivo de los mártires y de sus familiares que tienen las venas abiertas; defenderla del triunfo que nubla la mente del que no tiene cerebro y de la derrota que tapa los ojos del que no tiene conciencia. Defender la alegría del conocimiento científico como un principio ideológico y como un compromiso social que no tiene fin físico ni más límites que la opción preferencial por los pobres; defenderla del espasmo que provoca estar frente a pilas de dinero y del pasmo que provoca la cultura política; defenderla de las pesadillas y tétricas metamorfosis de los neutrales como los que relató Kafka sin conocer a Luers; defenderla de los neutrones de las dulces infamias y de los graves diagnósticos sin recetas.
La tarea de los funcionarios públicos y de los artesanos de la cultura, de esos que saben lo que significa ser pobre y jamás lo olvidan, ni olvidan a sus colegas de penuria es: saber defender la alegría popular como una bandera que no puede ser arriada ni mancillada por los que, como ratas medievales invaden y contaminan los sueños grupales que van viento en popa; defenderla del rayo fulminante de la privatización de los principios y de los escasos bienes públicos; defenderla de la melancolía de los ingenuos que han perdido el pensamiento crítico en las veredas de las ilusiones pasadas y de los canallas de la retórica que surfean en las olas más altas; defenderla de los paros cardíacos, de las endemias ideológicas y de las academias puritanas; defender la alegría de la utopía y la utopía de la alegría –en cualquiera de sus formas y pre-formas- como un destino al que no hemos llegado aún a pesar de que tenemos la suela de los zapatos gastadas hasta las últimas consecuencias; defenderla del fuego frenético de las manos tricolor que hurgan en el bolsillo ajeno y de los bomberos que apagan el incendio de los cambios y el de la crítica constructiva; defenderla de los suicidas del amor por los pobres y del patético tedio neoliberal de las maquilas y maquilitas que por las mañanas sacan los colmillos y nos muestran su sífilis; defenderla a capa y espada y almohada de los homicidas de las romerías en la catedral metropolitana donde habita el Santo más hermoso del mundo; defenderla del agobio del tronar de dedos por la noche y de la obligación de estar alegres a pesar de estar tristes; defender la utopía y los grandes sueños de la gente pequeña con la misma fiereza con que se defiende el penúltimo mendrugo o el último mendruguito de pan; defenderla del óxido del cerebro y del cobre del corazón; defenderla de la roña y ponzoña de la histriónica fama que se sube a la cabeza y la encuentra tan vacía como los poemas de los divos; defenderla del barniz del tiempo que convierte en museo todas las hazañas para que no se repitan; protegerla del sereno que cala hasta los huesos y del oportunismo de los proxenetas de la risa y de la historia; defender la utopía –en todas sus formas y pre-formas; en todos sus nombres y sobrenombres- como un derecho tan divino como profano; protegerla del invierno copioso de la adulación oportunista que se dice con mayúsculas y de rodillas. Defender la utopía –no importa quién la abandere, porque al final lo importante es ella, sólo ella y no el abanderado- de la muerte de los apellidos humildes y de las lástimas del súbdito; defenderla de las llamaradas de tuza. Así de simple y complejo.