Mauricio Vallejo Márquez,
Escritor y coordinador Suplemento 3000
Al menos dos veces por semana, mi abuela me anunciaban que tenía que prepararme para ir a un concierto de la sinfónica. Era tan habitual y ameno para mí que casi podía decir que era motivo de fiesta. La música clásica siempre estuvo presente en el hogar de mis abuelos maternos, porque sonaba en algún aparato o mi tía Alba practicaba. Sin quererlo me terminé convirtiendo en un adicto.
Esas noches en el Teatro Nacional terminaron por encantarme. Entrar en los palcos, caminar sobre su alfombra roja, ver como la luz dejaba la sala para solo apuntar a la Orquesta en el escenario. Los instrumentos sonando en desorden mientras los músicos los afinaban. Esperaba antes de ver subir el enorme telón que Jorge Rodríguez tocara una parte de la pantera rosa de Mancini, y en efecto lo hizo en algunas ocasiones. Justo como lo hacía cuando yo tenía seis años y llegaba a ensayar a la casa de mis abuelos. No sé cuántas veces se lo pedí, pero recuerdo su detalle porque siempre me complació. Cómo son las cosas, pero aunque en ese momento tenía once años seguía esperando que tocara, incluso hoy que tengo 37 sigo esperando oírlo.
Y veía al subir el telón entre la marea de aplausos que parece una lluvia cerrada, desde mi asiento y con esa vista curiosa buscaba a mi tía con su Violonchelo, mientras veía sonreír de orgullo a mi abuela, y darle paso al concierto. Todo un ritual.
No niego que más de alguna vez la música me adormeció y terminé tendido en la alfombra. Pero aún en ese momento que uno no sabe si duerme o no, la música era maravillosa. Todos esos instrumentos procurando la armonía y la magia que solo la música logra al reunirse. Después de nuevo los aplausos como una lluvia fuerte que vienes y se va. Y así la noche se iba entre cuerdas, vientos metal y madera, percusión. En esos años no escuché opera ahí, pero como en la casa había me preocupaba por el día en que al fin la disfrutara en vivo. Mientras, me bastaba la Orquesta con esas sonrisas de satisfacción cuando uno ha hecho algo que le encanta.
Al final no pensaba en que debía quedarme junto a mi abuela, y salía corriendo para buscar a los solistas y pedirles su autógrafo. Aún guardo algunos programas de la temporada sinfónica de 1991 cuando se celebraba el segundo centenario de la muerte de Wolfang Amadeus Mozart (1791-1991) con las firmas de la flautista Beatriz Magalhäes-Castro, el violinista Guillermo Figueroa, el violoncelista Rafael Figueroa y el director de la orquesta German Cáceres, que quizá en estos años jamás imagine que yo soy ese niño que lo buscó para que me firmara un programa. Creo que no les pedía la firma a todos los demás por la habitualidad y la admiración con la que los veía. Llegué a sentirlos como mi familia, y así sentí tristeza cada vez que uno dejaba la orquesta, pero llegué a apreciar también a los nuevos, algunos con los que labré una buena amistad.
Aún hoy, la música clásica es parte de mi vida. Y cuando me pierdo una temporada sinfónica lo sufro, como sufría en mi niñez cuando no iba a un concierto de castigo.