Por Mauricio Vallejo Márquez
Me cuesta pensar en un tema que no sea susceptible en estos momentos. Sobre todo con las horas de cuentas en redes sociales creadas e inducidas para despotricar contra cualquier comentario que no esté enfocado en alguna agenda partidaria o de alguna figura política. No me cuesta porque busque generar controversia (algo que no tiene sentido si no existen propuestas, aunque a veces no quieran ser escuchadas), sino porque considero que este espacio es un privilegio en el que buscamos comunicar una opinión, una historia o algo. La magia de que mi escritorio y computadora se convierten en un puente de donde emergen estas palabras para llegar a las personas que leen este suplemento.
Pensaba en varios temas que podría llevar a la página en blanco, pensar en el terrible método de comunicación que resulta el silencio como respuesta a las situaciones que afectan la imagen de un personaje, gobierno o partido, o el inmenso abismo en que tenemos toda la vida de la República como destino (antes y ahora), dándonos la impresión de que no existirá luz al final del túnel. Pero al final resultó esto, una columna en la que escribir para algunas personas resulta un privilegio que debemos aprovechar con coherencia y sinceridad, porque es lo único que puede soportarse en el tiempo. Sobre todo en estos tiempos en que la población ha dejado de lado la cultura y el conocimiento y se han vuelto repetidores de opiniones inducidas y verdades a medias, que celebran algo sin entenderlo, cegados por sus dogmas, pensamiento mágico y creencias.
El mayor problema que enfrentamos como país es la falta de conocimiento y la incompetencia para darse cuenta de ello. No somos víctimas de un gobierno, sino de nosotros mismos y nuestra falta de educación. Algo que nos llevará en su momento al despeñadero porque seguiremos repitiendo la historia mientras no dejemos de lado las prácticas de corrupción y nepotismo que han resaltado en nuestra sociedad que se acrecienta con el pasar de los años. Y eso sin contar otro problema grave (de muchos más que los peritos podrán apuntar) nuestra escasa empatía y solidaridad. La gente es cada vez más egoísta, importándole nada si otros mueren, no tienen para comer o carecen de oportunidades para superarse. Todo es saciar su deseo siendo políticos o no, como si el resto del mundo no existiera y por eso se puede arrasar un cantón, construir una edificación donde hubo otra en buen estado, hacer negocios que afecten a unos y favorezcan a otros, contratar a gente que no tiene idea y poner a quien es afín partidario, retirar forzosamente a quien se considera obsoleto por su edad. Es triste, pero así es. A la gente no le importa que el mundo se caiga mientras no esté ese derrumbe en su casa.
La gente carece de la capacidad de pensamiento crítico y celebran su ignorancia atreviéndose a verter sus comentarios sin la menor idea de las cosas amparadas en percepciones, emiten juicios sin conocer la historia y la teoría. Consideran cualquier creencia como algo cierto, sin embargo no tienen el deseo de salir de esas sombras y cultivarse un poco. Prefieren la televisión y las redes sociales como única forma de entretenimiento mientras el tiempo pasa y el conocimiento se queda estancado en el internet y en los estantes de las bibliotecas.
El cambio está en uno, en su familia y comunidad. Para reparar este país no se requieren monedas virtuales ni buena propaganda, se requiere que cada salvadoreño se comprometa a repararse a sí mismo y a su entorno. Sin embargo, sin educación y empatía seguiremos bajando en el resumidero.