Manuel de J. Acosta
Cuando escuché que la audiencia española había condenado al excoronel Inocente Orlando Montano a 133 años de prisión por los asesinatos de cinco sacerdotes jesuitas españoles, volví a recordar los cuerpos de ellos tirados en la grama y en su residencia: Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes Mozo, Amando López Quintana, Juan Ramón Moreno Pardo, y Joaquín López y López. Estaban también los cuerpos abrazados de Julia Elba Ramos y su hija, Celina, en la habitación donde fueron asesinadas.
Recuerdo esta escena como la imagen más cruel e inhumana que haya visto. Luego me enteré que los sacerdotes habían sido sacados de sus habitaciones y asesinados a sangre fría en el patio trasero del centro Monseñor Romero. Esto lo recuerdo con mucha tristeza.
Pero esa tristeza contrasta con la alegría que ahora siento. En esta noticia escucho susurros al Evangelio de Jesucristo. La alegría no es porque el excoronel Montano haya sido condenado, sino porque oficialmente la verdad ha visto la luz, y ahora la verdad es como el sol que ilumina todo el recorrido de la justicia. La verdad ha liberado tanto al verdugo como a las víctimas.
Las sentencias condenatorias por crímenes de lesa humanidad no son ocasiones de alegría. Estas muestran lo mal que están los países en la administración de justicia, lo cruel que se trata a las personas, lo impune con que se violan los derechos humanos. Una sentencia de este tipo indica que la impunidad tiene su trono en los gobiernos de turno. Las sentencias como esta hablan de lo podrido que está la administración de justicia.
Resulta paradójico que ahora, que se ha dicho la verdad de este crimen y se ha condenado al excoronel Montano, es cuando se sienten aires de perdón. Ahora está la oportunidad de abrirnos al perdón, precisamente porque se ha reconocido públicamente la verdad.
Yo estoy seguro que ninguno de los sacerdotes jesuitas asesinados estaría feliz porque el excoronel Montano, un hombre de 77 años, pase el resto de su vida pudriéndose en una cárcel. Sin embargo, tenemos que reconocer lo que pasó, y quiénes cometieron estos crímenes. La sentencia ha dicho que fue Inocente Orlando Montano el autor intelectual del asesinato de cinco sacerdotes jesuitas españoles, que trabajaban en El Salvador, pero también este fallo ha dicho que, aunque no es de su jurisdicción, él fue el autor intelectual también del asesinato del Padre Joaquín López y López y de Julia Elba y Celina Ramos. Estos últimos tres son jurisdicción de la justicia salvadoreña.
Se debe reconocer que el excoronel Montano no actuó solo. Junto a él, también están como responsables intelectuales los otros miembros del ese entonces Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada. El expresidente Alfredo Cristiani también tenía un papel importante.
La impunidad tiene su trono en El Salvador. El recorrido en la búsqueda de la justicia en el caso del asesinato de los jesuitas ha sido repugnante e indignante. Por una parte porque se aprobó la ley de amnistía en 1993, y por otra, porque después de la derogación de esta ley en el 2016, la Fiscalía se ha negado a investigar, y ha puesto una serie de trampas para seguir el proceso. El órgano Judicial, la Fiscalía y el Ejecutivo han sido los paladines de la impunidad.
Esto ha sido muy doloroso aquí en El Salvador, porque el Gobierno ha seguido y sigue negando la verdad de los crímenes de lesa humanidad y la de los desaparecidos. La negación estructural de la justicia es vergonzosa en nuestro país. La sentencia ha sacado a luz lo podrido que está la administración de justicia en El Salvador.
¿Por qué se administró justicia fuera de El Salvador? La respuesta es porque la justicia salvadoreña no cumple su función. El juicio se terminó realizando en España, porque cinco de las víctimas de este crimen cometido en El Salvador eran ciudadanos españoles. ¿Qué dice eso sobre el sistema de justicia salvadoreño? Te negaste a hacer tu trabajo. Eres incapaz de administrar justicia. ¿Por qué se resolvió este caso judicial fuera de este país? Por la impunidad que hay en el Estado salvadoreño. Los españoles no usurparon nada. Ellos buscaron justicia por los delitos cometidos contra españoles, porque la justicia salvadoreña se negó a hacerlo.
Lo realizado en España, refleja lo que Jesús dice en Mateo 21:43: “El reino de Dios les será quitado y entregado a un pueblo que dará su fruto”. El Estado salvadoreño tuvo la oportunidad de hacer un país justo y reconciliado, pero este no quiso y esto se nos ha quitado. Esto duele a los salvadoreños que queremos la paz y la fraternidad. Insisto, no deseamos venganza contra nadie, pero sí pedimos la verdad; y la verdad, como se ha visto en la sentencia, a veces resulta muy difícil reconocerla, pero es necesaria para lograr la paz justa y la no repetición de los hechos.
Esta sentencia tiene implicaciones en El Salvador, e ilumina la realidad actual para América Latina, Estados Unidos y otros países. En estos tiempos en que se siente una re-militarización de la sociedad, los ciudadanos debemos saber que la violencia, los fusiles, los tanques de guerra cubiertos de impunidad no son la solución a los problemas sociales. Asimismo, la sentencia afirma que estos crímenes nunca deben suceder y el Estado debe garantizar la no repetición. El ideal de Dios es que seamos hermanos y expulsemos lo cainita que llevamos dentro.
¿Qué dice esta sentencia de la Iglesia católica salvadoreña? La Iglesia se ha replegado y se ha quedado afónica en su profecía. Hemos perdido la oportunidad de ser profetas. Nos hemos quedado sin voz. La Iglesia debe recuperar la voz de los profetas, denunciando el pecado social estructural que viola la dignidad humana, y defendiendo la vida material del ser humano.
Si san Oscar Romero hubiera estado vivo en 1989, cuando ocurrió este crimen, habría llamado a los asesinos por sus nombres. Pero hoy nosotros -como Iglesia- estamos más preocupados por los ritos, las costumbres, las rúbricas, que por cuidar la dignidad humana. Le vendemos el cielo a la gente en nuestras predicaciones, despreocupándonos de la vida digna, materialmente hablando.
Aquí en El Salvador, en los últimos dos años, han asesinado tres presbíteros: Walter Osmir Vásquez, Cecilio Pérez, y Ricardo Cortez. La Conferencia Episcopal ha pedido justicia, es cierto, pero no lo ha hecho con coraje y valentía. Igualmente, esta no ha hecho su propia investigación de los hechos, como lo hizo San Romero cuando estaba vivo. Él investigaba cada asesinato de un presbítero. La Conferencia Episcopal actual pide justicia ante estos hechos, pero sabe que la Fiscalía no investiga y la administración de justicia no condenará a nadie. Por tanto no investigar estos crímenes, como Conferencia Episcopal, es otra forma de colaborar a la impunidad. La investigación intra-eclesiástica es necesaria para contrastar la poca o nula investigación de la Fiscalía. Así enseñó san Romero. Cuando escuché la noticia de la condena, lloré recordando las imágenes de los cuerpos sin vida de los profetas. Yo, en ese entonces, estaba en el seminario San José de la Montaña, y había conocido a los jesuitas. Sus asesinatos, en lugar de cuestionar el camino presbiteral, me inspiraron para seguir comprometidamente a Jesús, hasta el día de hoy.
El ejemplo de los mártires jesuitas debería inspirarnos a todos a convertirnos en profetas. Muchos de nosotros decidimos que valía la pena correr el riesgo por el Evangelio, y entendimos aquellas palabras: “La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia”.
Manuel de J. Acosta es presbítero de la Diócesis de Chalatenango, El Salvador, y profesor de Nuevo Testamento en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) en San Salvador.