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En la cintura de diciembre

René Martínez Pineda

Se termina el año, otra vez, y poco a poco parece que estamos volviendo a una normalidad que estaba fundada en la anormalidad de la explotación diaria, en la anormalidad de la desigualdad social que siempre es premiada. Se termina el año, y poco a poco vamos olvidando lo que no deberíamos olvidar: los meses que estuvimos en peligro, los meses en los que un virus diminuto nos encerró y nos hizo temerle al otro, a los otros. A quince días del final cabalístico, lo que domina el recuento del pasado es averiguar, dentro del imaginario que es resistente a todo y a todos (incluidos los graciosos imbéciles que tienen dos brazos derechos) la pócima mágica que, sin saberlo, usamos para sobrevivir en medio de la miseria virulenta de un pasado que se niega a pasar. Dentro de unos días estaremos haciendo una evaluación de los daños dejados por una cuarentena que castiga a la educación, y descubriremos que el encierro nos liberó para que hagamos las cosas como deben hacerse; descubriremos que hasta ahora la política nos había inventado o descubierto como votantes, pero llegó el momento de que nosotros descubramos a la política como poder de todos.

¿Qué me queda por ver en este mundo de paciencia y asco que se parece tanto a la cárcel clandestina sufrida en silencio para no traicionar al ruido de las calles? ¿Sólo políticos corruptos que quieren volver al poder para poder robar a manos llenas aquellas moneditas que dejaron pendientes? ¿la apatía como drástico achaque? ¿ilusiones ilusionadas que aún tienen pendiente el jaque mate a la desilusión fundada por los desertores de la vida escarlata? La cuarentena feroz que viví estos dos años me hizo descubrir que todos estamos hechos con las moléculas de todos; me hizo recordar el mes de más de treinta y un días que pasé encerrado en la casa de mi tía Lety –allá en la colonia Guatemala, junto a la iglesia católica y a sólo veinte metros de “El Convento”, el lupanar más santo- para evadir el seguimiento de los escuadrones de la muerte; ese duro mes en el que me harté de oír noticias por la radio -¡ni lo leí, ni me lo contaron, lo oí en la KL!- y de llenar crucigramas para no sucumbir al tedio del encierro que invita al suicidio de madrugada. A dos años de un encierro que me salvó –junto a mi familia- del inventado virus, y cuyo mayor peligro fue la oposición política que quería exponernos al virus para glorificar, con nuestras muertes, un imposible y vil retorno, he recordado que no hay que decir amén cuando la herencia invita a decir “hasta aquí, cabrones”; he recordado que no debo permitir que nos maten el amor cara a cara; he recuperado el habla y la utopía; he recordado que no puedo vivir sin memoria si quiero construir la historia que dejé pendiente en medio de las balaceras libertarias de los 80s y pararme en una historia que sea mía y de mis prójimos; he recordado que la vejez no es un largo conteo de años vividos, porque hay jóvenes que padecen de eyaculación precoz de la vejez.

¿Qué me queda por mostrar en este mundo de ritos inmundos y ruinas con ansias de resucitar? ¿Corrupción como gendarme de la gobernabilidad bicentenaria? ¿cerveza podrida como alimento de los huevos que cada día están más caros? ¿patéticos militantes de un color que actúan bajo la dirección del color antagónico sin que lo sepan o les importe? Hoy, que se termina otro año, me queda respirar los recuerdos de las torturas de la dictadura militar que no me hicieron traicionar al pueblo; me queda abrir los ojos, de par en par, para aprender a ver el futuro como reflejo del presente; me queda recordar las raíces del terror y el olor de la traición más grande de la historia; me queda inventar la paz aunque tenga que hacerlo a fuerza de vergazos –a veces hay que golpear a la historia para que salga de su catalepsia-; me queda reconciliarme con la milpa y la lluvia de noviembre y los relámpagos más veloces que la luz y con el sentimiento de ser de los que no pueden olvidar y con la muerte ajena que engendró vida, esa loca y romántica tirapiedras envuelta en promesas de besos de buenas noches.

Hoy que termina otro año de veintidós meses ¿qué me queda por demostrar en este mundo del consumismo de los mismos? ¿náuseas escatológicas provocadas por un estómago ingenuo? ¿exdiputados pedorros y etílicos? ¿partidos fundados por cuarenta apóstoles? Me queda hacerle un juicio a Dios, ya sea que exista o no exista; volver a tenderle la mano al que duerme en la calle; abrir la ventana en la que cabe la luna y, ante todo, me queda construir futuro sin usar los ladrillos sucios y torcidos de un pasado que es reverenciado por los falsos eruditos del estertor. Y es que los ladrillos en buen estado son la frente donde los sueños gimen de placer porque bordean los cipreses de los panteones; son los hombros que cargan con el tiempo de cosecha, y con los árboles colmados de frutos colectivos, y con las lágrimas inconfesas y con los universos inéditos.

Se termina un año, otra vez, y he de confesar que he visto lluvias sin nubes grises hambrientas de mar; he visto la vida levantando sus manos para salir del ocio de la conformidad; he visto un horizonte que huye de la piedra ensangrentada para no repetir viejos crímenes. Esa piedra labrada con impunidades es la que ha asesinado tortillerías; es la que ha nublado las sonrisas del pueblo; es la que ha escondido el esqueleto de la iguana y ha sido el parapeto de los perros rabiosos de la penumbra de los siglos sin cristales rotos.

Se termina otro año, otra vez, y los monstruos de la perversidad se niegan a morir matando a las relaciones sociales fundadas en el roce de la piel. Ya casi termina el año para continuar en la lluvia de las bocas y en la locura del aire que deambula por los pechos expandidos sin respiradores artificiales… y en el amor que volvimos a descubrir en la cuarentena, el encierro, la caverna, el pozo, la cárcel de la carestía… y el amor sin más protocolo que la compañía se queda empapado con lágrimas de regocijo por haber sobrevivido sin dejar de ser honestos en los rincones o bajo el sudario de la cama. Es tiempo de terminar con los años de las inundaciones y empezar el año domando ríos excrementales, edificando plazas redondas donde quepa el pedernal del sol de medianoche que nunca será feligrés de la muerte que traiciona a la vida, sólo porque sí.

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