Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
En casa siempre hubo gusto y afición por la poesía. Recuerdo que los poemas iniciales, los aprendí de labios de mi madre, recitándolos en veladas familiares y escolares desde que aprendí a leer y escribir. Versos cortos, de ocasión, como era la costumbre en esa época. Luego, de la mano de mi padre, conocí y aprendí otros. Y desde los nueve años, hasta la fecha, encontré mis propios autores.
Había un libro, en el hogar, singularmente antiguo, que perteneció a mi tío materno, el abogado Raúl Eduardo Chávez. Se trataba de un volumen de poemas de Amado Nervo (pseudónimo de Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo y Ordaz, 1870-1919), ese poeta modernista, nostálgico, y triste en ocasiones –hasta lo fúnebre- que fue tan conocido y popular hacia finales del siglo XIX y a comienzos del XX, y cuya fama y escritos llegaron –incluso- hasta los años 50 de la pasada centuria.
De ese texto, mamá, memorizó un poema que me repetía, y que recuerdo intacto, me refiero a “Cobardía”. Un fragmento reza así: “Pasó con su madre ¡Qué rara belleza! / ¡Qué rubios cabellos de trigo garzul!/ ¡Qué ritmo en el paso! ¡Qué innata realeza de porte! / ¡Qué formas bajo el fino tul!…/ Pasó con su madre. Volvió la cabeza: / ¡me clavó muy hondo su mirada azul”. También a papá le gustaba Nervo, recuerdo cómo declamaba –sonriente- el poema “Tú”, dedicado al Absoluto. Siendo él, un furibundo ateo, aquello más que un homenaje a la divinidad, era un tributo a la emoción y a la intensa espiritualidad del poeta mexicano.
Hace unos años, un estudiante místico, me obsequió un texto en prosa, firmado por Nervo, y que revela una gran sabiduría, su título calza esta columna: “La arcilla de qué estoy formado sirvió para millones de hombres. No hay una célula mía que no haya sido de otros, que no haya sufrido y amado en otros Durante mi misma vida no hago más que trocar células con los extraños. En el aire que respiro, en el agua que bebo, en los alimentos que me sustentan, está la sustancia de millares y millares de existencias ajenas. No hay, quizá, un genio o un santo del cual no tenga, cuando menos, una célula, y no hay tampoco un criminal, un necio, un monstruo, del cual no posea algo como forzosa herencia… Y así en cada instante de mi vida está la humanidad, están todos los seres, está todo el universo”.
¡Qué maravillosa proclama! Si nosotros, necios humanos, la entendiéramos, ¡cuánta desunión y feroz violencia evitaríamos!
Afirma la teósofa Annie Besant (1847-1933): “En este mundo el ´otro´ no existe. Todos somos uno. Cada cual es una forma separada, pero en todos alienta y vive el mismo Espíritu”.
Por supuesto, en mí, en usted, en todos, está el “otro” y el universo. Saberlo y sobre todo, vivirlo, es la gran respuesta a la aguda crisis que padecemos, individual y colectivamente.