Dos años de la Vida de Mons. Romero (1975-1976)
¿Años del Cambio?
Monseñor se quedó callado por unos momentos; al fin dijo: “El padre tiene razón”. Y continuó: “Si cerramos las puertas a los arrepentidos nunca tendremos convertidos”.
Unos días más tarde me comentó: “¿Se da cuenta? El equipo de reflexión se debilita y el grupo de jóvenes está a punto de desaparecer”. Recuerdo que le contesté: “¡Qué diferente es esta gente de los campesinos! Los campesinos preguntan para actuar en consecuencia; pero -los buenos, los de siempre en la Iglesia- preguntan para que se les reafirme en sus opiniones, nunca para cambiar, si es preciso”.
Distinto era el caso de Monseñor: preguntaba, dialogaba, discutía, reflexionaba para encontrar caminos a recorrer. Yo pienso que ya en este año de 1976 no le tenía tanto miedo a los riesgos.
Fueron muchas las pláticas, los diálogos hasta discusiones sobre teología y pastoral que mantuvimos entre ambos. ¿Cuántas veces sonó el teléfono para decirme: Padre, cuando tenga un rato libre suba que quiero conversar con Ud.? Ni yo lo puedo decir; ¡fueron tantas…!
Hay muchos detalles de esta coherencia y honradez de Monseñor con su conciencia y principios una vez adquiridos como verdad, voy a relatarles una confidencia que me hizo Monseñor:
Habíamos tenido una reunión de la Vicaría en la parroquia central de Mejicanos, en la Asunción, que está a unas cuadras de la de San Francisco. Cuando acabamos el almuerzo me dijo Monseñor: ¿quiere que le lleve en el carro? No, Monseñor, le contesté, voy andando que está cerca. Pero era un pretexto para hablarme y confiarme un gran problema que le angustiaba; por eso me llevó a S. Francisco y platicamos largo.
El Sr. Nuncio le acababa de hablar del peligro serio que corría su vida; y que por lo tanto tenía que suavizar el tono de sus homilías porque eso es lo que le ponía en peligro; además, en definitiva, en Roma no era bien visto ese tono de sus sermones; tenía que cambiar. Pero Monseñor me dijo al final: “yo le he dicho así al Sr. Nuncio, no sé si hice bien o hice mal, le he dicho que en conciencia yo tengo que hablar así; y que mientras sea Arzobispo de San Salvador tengo esa obligación moral; pero que, en definitiva, si el Santo Padre considera que no estoy haciéndolo bien, dígale que me quite, tampoco tengo inconveniente que me quiten de Arzobispo”.
Así era su modo, una vez convencido de la verdad: recto, consecuente, honrado y coherente con ella.
Todos recordamos la última homilía dominical (23 de marzo 1980), y aquellas famosas palabras: “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!” ¿No eran sus últimas homilías, especialmente ésta, una demostración de esas actitudes de coherencia y honradez con la verdad y la realidad que el percibía en su conciencia?
Estábamos concelebrando en esa última Misa dominical de Mons. Romero un franciscano norteamericano y un servidor.177 Y recuerdo que al terminar la Misa, mientras nos quitábamos los ornamentos, yo le dije con la amistad y confianza que nos caracterizaba: “Monseñor, Ud. ha dicho hoy unas frases muy fuertes”, y le dije: “¿Pensadas o le salieron de momento?” Y me dijo: “Lo pensé”. Y yo le dije: “Monseñor, los militares esto lo van a tomar como una incitación a la rebelión”; (pues yo había sido capellán militar en España, y sabía cómo piensan los militares en esas cuestiones). Y me dijo: “Es el riesgo, pero había que decirlo”.
2.- Hombre profundamente humilde:
Se estará preguntando el lector: ¿Cómo es que de los primeros recelos sobre los Pasionistas pasara Monseñor a tanta confianza con ellos? Hay un hecho que siempre he creído que fue decisivo en esta relación y que fue para mí un gran signo de que el cambio y la transformación de Mons. Romero eran posibles: fue su humildad y el reconocimiento de sus defectos y errores.
Ya era yo su Vicario de Pastoral; una mañana, muy temprano, apenas me había levantado y me disponía a bañarme, cuando llega el P. Majan,178 con un recado de Monseñor: “Me manda Monseñor que le diga que quite al P. David de impartir lecciones en el Centro de Los Naranjos, porque dicen que es comunista”.
Doblemente me indignó este mensaje: primero, porque había hablado sobre el asunto con Mons. Romero y habíamos llegado a un acuerdo; y segundo, por la clase de mensajero que usaba: un compañero sacerdote al que no le teníamos ninguna confianza ya que públicamente nos acusaba de comunistas y subversivos.
Le respondí enojado al Padre: “Dile a Monseñor que, por favor, cuando quiera decirme algo, basta con que me llame por teléfono y yo subo a hablar con él inmediatamente a Santiago; y que no me mande estos mensajes por intermediarios y menos por ti”. ¿Por qué?, me preguntó el Padre; porque voy a decirte algo que hace días te quería decir: “Eres un bocón y un imprudente y no te das cuenta que con tu manera de hablar estás poniendo en peligro de muerte a David y también a nosotros. Tú debes saber que si un sacerdote y más un obispo dice que un cura o cualquier fiel es comunista, es más que suficiente para que los militares y los escuadrones los busquen para desaparecerlos”.
El Padre subió para Santiago de María con mi recado para Monseñor, y yo fui a la parroquia a contar a mis compañeros el percance. Confieso que yo estaba furioso. Los compañeros reaccionaron de la misma manera y me dijeron: “¿Te das cuenta? Estás ilusionado con que Monseñor va a cambiar; no cambia, es terco. ¿Por qué no renuncias de una vez?…” En mi enojo era lo que necesitaba escuchar. Volví a los Naranjos y de inmediato me puse a escribir la renuncia a seguir siendo su Vicario de Pastoral. Estaba en ésas cuando apareció Monseñor en el Centro; oí el carro y bajé a recibirlo.
Venía apenado, humilde y comprensivo hasta donde se puede llegar. No sabía cómo excusarse… En un momento dado, a pesar de que varias veces yo le había repetido: “No tiene importancia, Monseñor, lo pasado ya pasó; pero confíe y sepa, Monseñor, que no queremos crear problemas; sólo queremos ayudarle, sinceramente queremos ayudarle…” En ese momento, se echó de rodillas a mis pies y me dijo: “Perdóneme, Padre, le prometo que no volverá a ocurrir”. Le ayudé a levantarse, lo abracé llorando y él también lloró. Es el abrazo de reconciliación más sincero y fuerte que he vivido en mi vida. Seguimos luego un buen rato platicando cordialmente. El se fue para Santiago de María y yo me quedé confundido y admirado. Cuando un obispo pide perdón, es de verdad un hombre humilde. Cada vez que lo recuerdo me confunde y me estimula.
Humilde hasta aceptar ser enseñado por los pobres, los campesinos y los ignorantes que tantas cosas le enseñaron a Monseñor.
3.- Hombre de oración
Era humilde y abierto porque era hombre de oración. Me atrevo a decir que entre los hombres que he conocido, muy pocos, tal vez tres o cuatro, les compararía con él en este aspecto.
Fueron muchas las veces que subí a Santiago de María ha hablar con él y que decía: “Perdone la espera, estaba haciendo un poco de oración; tengo un problemita que no sé cómo resolver…” Algunas veces me expuso el problema, pidiendo mi parecer.
177. Lo recuerda Monseñor al principio de su homilía: “Comparten con nosotros esta celebración de la Palabra de Dios y de la Eucaristía nuestros hermanos que forman una misión ecuménica en asuntos de derechos humanos. Son ellos el Rvdo. Alan Mc.Coy, franciscano que junto con el P. Juan Macho Merino me acompañan en la presidencia de esta misa;…” (La voz de los sin voz, pág. 270).
178. El P. Majano era uno de los sacerdotes que Monseñor había aceptado a prueba en la diócesis y residía en la casa episcopal de Santiago de María; atendía la parroquia de San Agustín, vecina de Jiquilisco.