José M. Tojeira
La corrupción es uno de los detonantes más fuertes de movilización y protesta social. Lo vemos en Guatemala, en Honduras y en Nicaragua. La gente se harta de los corruptos. Y la razón es evidente. En países donde el 80% de la población o está en pobreza o en una situación vulnerable, lo que más indigna es que los gobernantes o las autoridades, que deberían preocuparse por estabilizar a sus países, eliminar vulnerabilidades y reducir a cero al menos a la pobreza extrema, se aprovechen de sus puestos para enriquecerse, ellos o sus familiares. Y los casos son demasiado numerosos como para que la reacción de la gente no se dé. De hecho la corrupción es uno de los elementos que más destruyen y deforman los sistemas democráticos. Porque la democracia solo puede funcionar realmente sobre la justicia social, la transparencia y la ética. Los numerosos casos de corrupción encontrados en instituciones estatales, municipales y privadas a lo largo de los últimos 25 años posteriores a nuestra guerra civil nos hacen pensar que la corrupción está demasiado insertada en la cultura política. Incluso formas consideradas legales, como la costumbre de la Asamblea Legislativa de regalarse a sí misma bonos, demuestran lo fácil que le resulta a diversos políticos apoderarse de fondos estatales.
En el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia se dice que la corrupción “compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones” (n° 411). En El Salvador, aunque se han dado avances, especialmente con la creación del Instituto de Acceso a la Información Pública y con el restablecimiento de las funciones propias de la oficina de Probidad de la Corte Suprema, queda todavía mucho camino por andar. Todavía hay demasiadas formas de aprovecharse de los propios puestos tanto en los tres poderes del Estado como en las alcaldías. Y eso es sumamente grave en un país como el nuestro, en el que un poco más del 30% de la población vive en pobreza y otro casi 50% se encuentra en situación vulnerable. Enriquecerse o aprovecharse de recursos que debieran estar estrictamente dedicados al desarrollo, especialmente de los más necesitados y vulnerables, resulta del todo intolerable y exige tanto el repudio de la ciudadanía como la búsqueda estatal de combatir e impedir toda utilización de los recursos de todos en favor de unos pocos.
La cultura de la corrupción tiene raíces demasiado hondas en nuestra historia. Muchos de los apellidos de nuestros millonarios están vinculados, de cerca o de lejos, a políticas corruptas del pasado. Otros han financiado partidos, e incluso escuadrones de la muerte, y han logrado favores que han multiplicado sus riquezas cuando sus protegidos alcanzaron el poder. Las alianzas autoritarias con los militares para mantener el poder de unas élites corruptas son parte de nuestra historia y ha dejado una huella de permisividad e impunidad en el uso de los recursos públicos. Los esfuerzos por revertir ese camino han sido diversos. La sociedad civil, algunos miembros de la sociedad política, incluso de diferente signo, alguna agencias internacionales, han tratado de impulsar o respaldar medidas tendientes a la transparencia. No siempre ha habido coincidencias y con frecuencia algunas medidas se han debilitado por diferencias ideológicas, proteccionismos de los amigos cercanos o simple tendencia a ver con tranquilidad aspectos oscuros. Todavía hoy estamos dándole vueltas al turbio tema de los sobresueldos de los ministros y funcionarios, sin terminar de reconocer que todo lo que significa falta de transparencia tiene dentro de sí el virus de la corrupción. El clientelismo, la defensa de los amigos, la cerrazón de la empresa privada a reconocer que muchos de sus miembros pertenecen al clan de los corruptos, son frenos a los esfuerzos anticorrupción. Pero sea como sea, los políticos tienen que comenzar a darse cuenta que cada vez es más difícil mantener la estabilidad política, la seguridad ciudadana y el ritmo adecuado del desarrollo si la corrupción continúa dañando el necesario trabajo en favor del bien común.