René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Esa historia oficial es un burdo plan de publicidad –elaborado por un asalariado de lengua armoniosa- en el que se exhiben las ruinas, laureles y vestuario de héroes que nunca vivieron en nuestros hogares queridos; en el que se calla lo que realmente pasó en las fértiles campiñas donde los campesinos fueron masacrados para contar lo que jamás sucedió, con lo que se pervierte el oxígeno de la memoria histórica para impedir que pensemos claro, pues no basta el cotidiano envenenamiento del aire al que nos someten los matarifes del transporte público que nos convierten en lo respiralotodo.
Soy un ingenuo cargador de recuerdos que lucha –como un Quijote que fue cosido a balazos al cruzar la frontera- para que el hoy deje de ser la penitencia de un ayer del que fuimos víctimas y que ni siquiera fue nuestro, porque al leer la historia patria de los dueños del patrimonio se hace referencia al país de las maravillas del oligarca que con su justicia y su libertad nos llevan hacia dios en el ataúd del hambre o en la bolsa negra después de podrirse en las cárceles de Guatemala, México, Honduras, Nicaragua, por ladrones, por contrabandistas, por estafadores, por hambrientos. Un nostálgico tlameme que sueña con soñar su futuro en lugar de someterse a él con buena cara como sugieren las chambrosas académicas y la vox pópuli de los defraudadores de oficio que llegan al cinismo de decirnos que: “no importa cuánto tenemos, cuánto sabemos y en qué creemos, sino qué tan felices somos con lo poco que tenemos, siempre y cuando seamos fieles feligreses del consumismo”, o sea que debemos ser felices, aunque no tengamos nada, así como ellos no son infelices por tenerlo todo. Un utopista crónico que vuela al futuro con sus alas de zompopo de mayo, en lugar de resignarse a verlo pasar desde la ventana diminuta de la conformidad heredada por parientes que jamás reconocieron mi nombre porque perdieron el suyo junto a sus tierras comunales que no volvieron a besar la risa de los miles de niños que, desletrados y tristes, soltaron el juguete para tomar el azadón malagradecido que troca la semilla por lágrima, el agua por sed y el fruto por hambre en la tierra que nos sustenta.
Han pasado ciento noventa y nueve años de historia oficial contándonos la misma historieta venérea que traiciona a la realidad y nos convierte en falsificadores de la vida, entre cachiporristas con medias rotas y desfiles militares que exhiben, con primitiva prepotencia, sus arcos, flechas, hachas de piedra, hondillas, tanquetas, lanzas de obsidiana, capuchas y plumas conjurantes para intimidarnos.
Y como si fueran los “20 años no es nada, es febril la mirada” que nos cantó Gardel por la agonía que le provocó la distancia disfrazada de nostalgia marina, han pasado casi doscientos años de una historia oficial y oficialista que se enorgullece de la ignorancia y perversidad que enarbola, pues no nos relata el origen inicuo de la fortuna obscena de quienes hoy siguen enriqueciéndose a costa del hambre urbana como ayer lo hicieron expropiando las tierras comunales y ejidos de los indígenas y campesinos a quienes obligaron a trabajar para ellos acusándolos de vagos malvivientes o esquineros sospechosos, y hoy, en el siglo digital, obligan a los mejores artesanos del mundo –ahí donde ondulan las doradas espigas de los yunques del internet- a desemplearse por ellos y ser así el ejército inmoral de reserva… o los obligan, carta de despido en mano, a votar por ellos o a vivir con el “minimun vital” porque –de brutos que son los pobres- no les conviene ganar mucho más porque para el trabajador el salario es un “dinero maldito” que incita a cometer todos los pecados mortales de la piel. Como si fuera un libro prohibido no nos cuentan cómo surgió la riqueza de quienes siguen azotándonos con el principio de Mateo de que es palabra de Dios “darle más al que tiene más y quitarle todo al que no tiene nada”; o continúan desmembrando nuestras familias por la urgencia de un techo digno que abra nuestra alma al resplandor del cielo.
Soy -porque soy de los que no pueden olvidar- un descamisado cargador de recuerdos que busca confeccionar a mano, con las más cruentas de las palabras exiliadas que han logrado sobrevivir a las masacres más feroces, el justo sombrero de paja que haga arder la memoria histórica en los trances del alcohol alcanforado y del ungüento de altea, y así dejar de refugiarme en un ayer irreal mientras condeno al presente a vivir la cicatriz levemente odiosa de mi ausencia. Seguiré siendo un cargador de recuerdos que grite a los dos vientos que tendré que lamerme las heridas si privatizan la salud; que denunciaré el despojo impune del que está siendo objeto el pueblo sin patria desde hace dos siglos, el cual es más grande que el que sufrió hace 500 años a manos de los españoles; un artesano de las metáforas que tejerá las palabras justas para denunciar de pie a la historia oficial del oficialismo burgués como un auténtico “museo de las palabras plañideras y las manos libertariamente inocuas”, en tanto amordaza nuestras opiniones de clase social y nos mantiene pidiendo limosna escudados en una inexistentes opinión pública que es manipulada por los periodistas e historiadores que deliran con ser los del Washington Post que derribaron a Nixon.
Esa historia oficial tiene ciento noventa y nueve años -con todos sus meses, días, horas, minutos y segundos- de estarnos engañando con la coartada vocinglera de que “sí, señor, nosotros somos los más cachimbones de Centro América” porque nadie como nosotros es capaz de aguantar tanta hambre y corrupción, y tanta injusticia y trabajo no remunerado sin lanzar un grito de protesta que remonte la garganta como corona de amor que se ciñe en las inmortales sienes de la utopía. Casi dos siglos de prometernos que mañana, en el día del rebalse abundante de la riqueza que promete el economista del fomilenio, gozaremos del paraíso celestial aquí en la tierra, lo que equivale a decirnos que “hoy no se fía, mañana sí”. Y ahí vamos, ahí estamos, ahí morimos oyendo hasta el cansancio, discurso tras discurso -de los Velado, los Zamora, los Cristiani, los Quijano, los Escobar, los Parker, los Luers- la misma promesa y la misma sentencia profética sin que ocurra nada en la iglesia de la religión que nos consuela.
Quiero ser un cargador de recuerdos, un devorador de los pecados de la amnesia, para botar los maleficios de la cultura y parir las palabras y gritos nuevos que no son míos, son de aquellos que olvidaron las sílabas de su lengua materna, pero que tienen en buen estado la garganta y la disposición de ser la conciencia de los otros, no importa si nuestro apellido es auténticamente guanaco –Pérez, Martínez, García, López, Mejía, Flores-. El problema es que el tiempo es corto cuando las ilusiones son largas y carecen del dulce afecto al maestro y a la escuela.