Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
[email protected]
Vivimos unos tiempos en los que cada vez es más preciso sentir la necesidad de crecer en la comprensión mutua y en el respeto, como miembros de un linaje predestinados a entendernos. Esto nos confirma que, aglutinados bajo las alas de este espíritu conciliador, todo es más fácil para el encuentro. No podemos permitir que nos arruinemos por nuestra propia irresponsabilidad. Es hora de nuevos entusiasmos, de querer y poder hacerlo, puesto que hemos de trabajar más unidos que nunca, con la confianza de tender puentes. Dicho lo cual, pienso que debemos romper los patrones existentes de impunidad, apoyando incondicionalmente aquellas causas que creemos justas.
Para empezar, ojalá aprendamos a convivir y a estar a favor de la verdad, la diga quien la diga. Es una desgracia, como otra cualquiera, que aún no hayamos aprendido el sencillo arte de querernos y de amarnos. Sea como fuere, en un mundo de fugitivos como el presente, todos parecemos huir hasta de nosotros mismos. Deberíamos, pues, recapacitar mucho más, cuando menos para ver la manera de emprender un nuevo itinerario de discernimiento, con más horizontes y menos muros, con más generosidad y menos competitividad entre nosotros, con otra misión más humanista injertada a esa innata sabiduría que todos llevamos consigo¸ en vez de sembrar tantas contiendas inútiles, que tanto nos degrada y nos hace unos desgraciados.
En cualquier caso, resulta asombroso observar que esta humanidad globalizada todavía no sepa vivir armónicamente. Está visto que cada uno de nosotros solo será equitativo en la medida en que haga lo que le corresponde hacer, en esta permanente corrida de huidos, que tampoco nos lleva a buen puerto. Desde luego, hemos de perseverar en otros finales más bienhechores. Por eso, nos hará bien reflexionar continuamente, máxime cuando las ciudades son casi siempre ruidosas, ahondar en nuestras raíces, compartir vivencias y preocupaciones, vencer y superar las desigualdades sociales, la indiferencia egoísta, la prepotencia estúpida y altanera, así como esta desbordante intolerancia que nos aniquila permanentemente.
También me lastima ver esa condición de fugitivo de un mundo que a todos nos pertenece. Quizás esto suceda porque nos falte esa actitud de disponibilidad constante, de arroparnos, de comunión entre unos y otros, de esfuerzo por combatir el orgullo que nos encierra, por cierto tantas veces en divisiones absurdas e inútiles. De igual forma, me mata ver a esos humanos que escapan de la pobreza o de la persecución en sus países. Nadie se merece tanta crueldad. Deberíamos ser más solidarios, o si quieren más devotos de lo fraterno. La falta de lo necesario para vivir humilla a todo ser humano, es una catástrofe ante el cual la conciencia de quien tiene la responsabilidad de intervenir no puede (ni debe) quedar impasible. Ante esta temible y terrible realidad, sumémosle el fenómeno de la intolerancia racial, étnica o religiosa, que nos está llevando a un orbe de salvajismos sin precedentes en nuestra historia humana. Todos tenemos derecho a mejorar nuestra vida, a liberarnos del miedo que nos acorrala, a sentirnos realizados dignamente. De ahí la necesidad de transformarnos, en el sentido de mantenernos abiertos a la esperanza del cambio. Una sociedad que no está con los que sufren, que no es capaz de aminorar su dolor, difícilmente avanza. Conscientes de que la unión y la unidad de otra existencia más hermanada es lo que verdaderamente nos hace florecer hacia un estilo de vida más justo, propongo que aquel que no sepa gobernarse a sí mismo, por ética no quiera gobernar a los demás, aparte de que sus bolsillos sean transparentes.
Gobernemos gracias al amor a ese pueblo y no gracias al poder que me otorga. Considero, por tanto, que tenemos que poner la mirada en las cosas más esenciales, como puede ser el de un desprendimiento que va contra la lógica del poseer, y de la búsqueda incesante del lucro que, por otra parte, jamás nos sacia. Pensemos que vuelve a crecer el hambre en el mundo impulsada por los conflictos y el cambio climático, mientras otro sector del mundo derrocha sin cesar, y hasta se jacta de forjarlo. En efecto, son estas contradicciones las que nos deshumanizan.
Estoy convencido, en consecuencia, de que si pusiéramos en valor nuestra capacidad de amar, no con palabras sino con hechos, el mundo sería otro, al menos dentro de nosotros tendría otra influencia más compasiva. No olvidemos que la compasión, eternamente un pulcro ser, es casi siempre la celeste precursora de una alegórica mujer con los ojos vendados, con una balanza en una mano y una espada en la otra.