Alberto Pocasangre,
cuentista
Así fue como lo supe.
Cuando Balbino Arvelo lo dijo en la última reunión en aquel rincón de Petare, obsesionó mis noches. Fue la cosa más natural del mundo: «Mañana dejo Caracas. Vuelo a Italia. No puedo continuar escondido. Pero ustedes deben luchar por poner a los enemigos del pueblo en lo más chico que puedan, en una pecera si es posible». La imagen de los que lucran con la sangre de mis hermanos, encerrados por fin, sin poder moverse ni hacer más que ver con ojos despavoridos y sin párpados su propia impotencia, me sedujo. Y es que Arvelo siempre fue muy claro en sus dichos. Claro y poeta a la vez. Además, era la flor del ingenio: si había una concentración de protesta, él nos animaba a llevar a nuestros hijos pequeños para que se foguearan en la lucha contra los antimotines. Nos enseñó a escribir consignas en paredes enormes sin gastar más de quince segundos. Nos enseñó a hacer bombas caseras. Y a disparar. Y a dirigir. ¡Ya verían los enemigos del pueblo lo que les pasaría cuando nosotros tuviéramos el poder! Sería un nuevo mundo de justicia, respeto y paz y, al que no le gustara… pues para eso estaban las cárceles y los medios democráticos para mantener el orden con la fuerza que da la razón. Arvelo siempre fue mi guía. Un héroe de verdad. Por eso la idea de los enemigos del pueblo recluidos para siempre me martilló tanto que – días después – fui a un acuario y compré un pez gordo, dorado – como son los enemigos de la patria – y lo puse en la mesita junto a mi cama. Fue mi ejercicio sicológico preferido: cada noche miraba fijamente al gordo dorado y pensaba: «Así estarán pronto. Es su destino. Es mi meta única por el amor a mi gente». Soñaba con el día maravilloso en que toda lacra chocara su nariz contra el muro invisible. Me decía que los verdaderos enemigos de la redención estarían confinados, siempre. Concentraba todas mis energías en ese deseo y la imagen del pez fortalecía mi voluntad. Sí, era seguro: todos los enemigos del pueblo tendrían ese destino. No había escape ni argumento en contra. Los verdaderos redentores seríamos los verdugos de esos malditos. Noche a noche, hora tras hora, por cuatro meses. Y el pez dorado se convirtió en el símbolo de los enemigos. Llegaba a mi casa y lo primero que hacía era sentarme a verlo y a pensar en las mil y una formas de destruirlo. Ni siquiera comía. Mis días de descanso los invertía frente a la pecera. Olvidé la televisión y los libros. Incluso, a veces, me fingía enfermo para no ir a la fábrica y me quedaba extasiado, contemplando a mi prisionero. Entonces, la madrugada nos sorprendía despiertos a ambos. Yo, fijo; él, moviéndose nervioso. Tuve en distintas ocasiones la intención de matarlo, de hambre tal vez, pero la muerte no es castigo justo para ellos. El sufrimiento antes de morir debía ser equiparable a todo el sufrimiento histórico que habían provocado. Y este no era ya un pez, era uno más de los enemigos de mi nación. Y yo ya no era un hombre, era un brazo más de la revolución reivindicando a mi pueblo. Al principio, el gordo dorado me miraba indiferente. Luego empecé a sospechar que lo hacía con recelo. Traté de imaginar qué sentía, qué pensaba mi enemigo dorado y, de tanto verlo largas horas, entendí que me temía. Así tenía que pasarles. El miedo debía mantenerlos a raya y no soltarlos nunca porque el miedo es el único lazo irrompible para el hombre. Luego creí entender lo que pensaba: me pedía morir sin tortura, pero era demasiado tarde para la misericordia.
Ayer renuncié a la fábrica para dedicar el alma y el cuerpo a mi preso. Mi voluntad se dirigirá poderosa a que la situación de mi símbolo se traslade a los enemigos. Anoche deseé más que nunca lo que por cuatro meses agita mi mente. Y soñé que mi objetivo magno era realidad. Que los verdaderos enemigos caían en mi cárcel. Que mi voluntad poderosa encerraba a los verdaderos enemigos del pueblo en una prisión. Que jamás podrían hacer más daño a nadie. Hoy desperté sobresaltado, sudando, húmedo. Al estirar los brazos choqué contra la pecera. Frente a mí, un pez gordo, enorme y dorado se alzó, acercándose a mi cara, me pareció que sonreía con desprecio. Quise gritar, saltar, patalear, parpadear y no pude. Él me miró por un rato y luego comenzó a hurgar en la arena del fondo. Afuera, mi cama estaba desordenada y vacía. Abrí la boca: mi grito subió en tres burbujas insignificantes. Y tuve miedo.
Así fue como lo supe.