Luis Rubén González Márquez
Por casualidades en las fechas de los acontecimientos y conmemoraciones, enero se presenta como un mes importante para que los salvadoreños y salvadoreñas reflexionemos acerca de nuestra historia contemporánea. El 16 de este mes la opinión pública del país presentó un importante e inusual espacio para la reflexión acerca de los alcances y límites del proceso de paz que cumplía su 25 aniversario, así como, en menor medida, del conflicto armado y sus consecuencias para la posteridad.
Apenas seis días después, el 22 de enero, estamos frente a otra importante aunque tal vez menos publicitada conmemoración: los 85 años de la insurrección del movimiento de trabajadores, campesinos e indígenas de varios pueblos de las zonas occidental y central de El Salvador, y asimismo su derrota y la posterior Matanza, la represión gubernamental y paramilitar que cobró la vida de aproximadamente 10 mil personas en los meses que siguieron. Ante un proceso de tal magnitud cabe hacerse preguntas análogas -con la cautela necesaria y aspirando a respuestas aproximativas- a las que se han formulado acerca del conflicto armado de los años ochentas y el Acuerdo de Paz de 1992: ¿Qué significado tienen los procesos subyacentes a la insurrección y Matanza del 32? ¿Cómo nos interpelan al día de hoy?
El 22 de enero de 1932 marca simbólicamente el momento de muchas transformaciones claves por las que transitó la sociedad salvadoreña. Al desgaste del capitalismo de crisis sustentado en las exportaciones de café, bien establecido por lo menos desde 1875 (Acosta 2014), cuyas consecuencias eran un paulatino y creciente despojo sobre las economías campesinas, se sumaron los profundos efectos de la crisis económica mundial. Por medio de una aguda externalización de costos hacia los trabajadores rurales en el corto plazo, y en el largo por una relativa diversificación y un rol más activo del Estado, la acumulación en la agroexportación pudo continuar después de esa fecha pero bajo otros términos.
Por otro lado, culminaba un proceso acumulado, al menos desde 1919, de organización y movilización protagonizado por los sectores artesanales y obreros, los sectores populares de las ciudades, mujeres, estudiantes, y posteriormente por los trabajadores y comunidades campesinas del centro y occidente. Por la fuerza de la represión posterior, la reactivación de la protesta fue casi totalmente anulada por más de diez años, y sólo se pudo esbozar hasta mediados de los cuarentas, con unos protagonistas, demandas y condiciones diferentes (Almeida 2012).
También enero de 1932 representa la consolidación de los regímenes militares que –si bien formalmente iniciados con el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1931– gobernaron casi ininterrumpidamente por el siguiente medio siglo. Expresión de un Estado burocrático autoritario, los gobiernos militares se encumbraron gracias la implosión, por sus contradicciones, de unas democracias formalmente liberales pero controladas oligárquicamente (representadas por la dinastía de los Meléndez-Quiñónez), y el fracaso de la reforma.
Antes de la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944) se planteó una reforma política gradualista del gobierno de Pío Romero Bosque (1927-1931), con hitos como elecciones libres, levantamiento del Estado de Sitio y la fundación del Ministerio de Trabajo, y una reforma social nunca concretada por el gobierno de su sucesor, Arturo Araujo (menos de nueve meses de 1931); sin embargo, esos mismos gobiernos extendieron los alcances de las maquinarias represivas y apuntalaron el creciente protagonismo político del Ejército en el aparato estatal, ya fuera en su control de ministerios, en su confrontación con la oposición de izquierda o en el ámbito de la seguridad.
La orientación de estos cambios, que se alimentaron y reforzaron entre sí, no eran irremisibles. Las condiciones históricas imperantes en la coyuntura crítica de la década de los veintes abrían diversas posibilidades de configuraciones alternativas. Por ejemplo, cabía la posibilidad de la sobrevivencia y continuidad del proyecto liberal, gradualista y oligárquico que estaba haciendo mella. Y más aún, en esta década se dibujaron -en espacios locales y periféricos- proyectos antiimperialistas, defensores de los derechos civiles, laborales y sociales, de un Estado reparador y defensor de las economías populares de las comunidades, con mayores aperturas a la igualdad étnica y de género, en suma radicales y nacional populares, forjados al calor de la movilización social. Proyectos que se vieron clausurados por los resultados de la lucha política y social.
En efecto, el 22 de enero de 1932 marca una derrota, no de un Partido Comunista Salvadoreño, apenas en los albores de su nacimiento (idea descartada por las investigaciones de Erik Ching de la pasada década), sino de un movimiento societal alternativo y popular de izquierda más amplio y heterogéneo como describen en libro 1932: Rebelión en la oscuridad Jeffrey Gould y Aldo Lauria. El costo de la derrota está simbolizado por la amplia escala de la violencia represiva –en estándares actuales perfectamente categorizable de genocidio– pero no se limita a ella (Gould y Lauria 2008): además de los muertos, sepultó un entramado organizativo en el campo y la ciudad, la construcción de un espacio para la alternancia política, propuestas y proyectos de cambio institucional, del Estado y del orden económico, y los sueños y esperanzas de trabajadores y campesinos por superar la exclusión estructural que padecían.
Ciertamente, el resultado de ese fracaso fue una sociedad más violenta en el sentido más amplio del término: una sociedad aterrorizada que decidió mayoritariamente olvidar esa cantidad exorbitante de muertos, que consolidó a la desigualdad como pilar de sus modelos económicos, que reforzó una muralla infranqueable de ciudadanía y derechos hacia el campo y los trabajadores rurales al mismo tiempo (una de las tramas de un colonialismo interno, como la llamara Rodolfo Stavenhagen para toda América Latina), que militarizó la vida cotidiana y el cuerpo de sus ciudadanos en función de unas caras nociones de seguridad y orden, que impidió la alternabilidad política de la oposición e incluso la participación política de civiles, y que anuló el ejercicio efectivo del debate y la crítica pública. Además, una sociedad que borró espacios para la construcción de subjetividades interétnicas, de género y de clase más igualitarias, sustituyéndolas por otras más jerárquicas.
Y sin embargo, en las siguientes décadas al 32 las herencias del proyecto emancipador fueron retomadas, redefinidas y utilizadas creativamente para resistir ese orden y proponer alternativas más justas de transformación. La dominación y la hegemonía no lograron ser totales, y por eso a la larga pudieron ser de nuevo cuestionadas, esta vez con resultados mixtos, como demostraron los movimientos sociales de 1975-1979, la guerra civil y los Acuerdos de Paz de 1992 (de nuevo una revolución social frustrada, pero no de la misma manera como en 1932). Es decir, medio siglo después fue posible configurar un masivo cuestionamiento radical de esa sociedad excluyente, en un proceso lleno asimismo de sus víctimas, frustraciones, esperanzas y sueños.
Entonces, la disposición de abrirnos a las posibilidades abiertas y clausuradas por esos acontecimientos nos hace pendular entre el pesimismo y la esperanza: refuerza la significación de la derrota política de 1932 pero también obliga a considerar la riqueza de proyectos sociopolíticos alternativos que estaban presentes y que dejaron su impronta al futuro que vendría. Igualmente, indica los graves consecuencias, por su amplitud y longevidad, de frustrar cambios sociales justos y ampliamente demandados por vastos sectores, y al mismo tiempo señala las posibilidades de reactivación de la movilización y la lucha sociopolítica a partir de una tradición de resistencia, a pesar de la dureza de los fracasos precedentes. Los acontecimientos del 22 de enero de hace 85 años indican las coordenadas de gran parte de los dilemas de la historia contemporánea salvadoreña, algunos de ellos ciertamente atajados (por ejemplo en los Acuerdos de Paz de 1992), otros de una dolorosa actualidad.
Bibliografía
Acosta Rodríguez, Antonio. 2014. Los orígenes de la burguesía de El Salvador: el control sobre el café y el Estado, 1848-1890. 2nda ed. San Salvador-Sevilla: TEIAA-IEAL-UFG Editores.
Almeida, Paul. 2011. Olas de movilización popular: movimientos sociales en El Salvador, 1925-2010. San Salvador: UCA Editores.
González Márquez, Luis Rubén. 2017. Política popular contenciosa: movilización social y hegemonía en El Salvador, 1919-1932. Tesis (en preparación) de maestría en Sociología, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede Ecuador.
Gould, Jeffrey, y Aldo Lauria-Santiago. 2008. 1932: rebelión en la oscuridad. San Salvador: Ediciones Museo de la Palabra y la Imagen.
Stavenhagen, Rodolfo. 1970.
“Siete tesis equivocadas sobre América Latina”. En América Latina: ensayos de interpretación sociológico-política, editado por Francisco Weffort y Fernando Henrique Cardoso, 82-95. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
Vásquez, Rolando. 1932. “¿Complot comunista, motín indígena o protesta subalterna? La rebelión de 1932 en perspectiva historiográfica”. 2012. Versión ampliada e inédita cortesía del autor.