Entre las sectas

Álvaro Darío Lara,

Escritor

 

Un estimado amigo, artista plástico, muy liberal, de pronto ya no tuvo mucho tiempo ni para su familia, ni para sus amistades. Me cansé de llamarle, ya que siempre me afirmaba que tenía una clase de filosofía a la que no podía faltar. Transcurrieron los meses, los años, hasta que un día, volvió a su ritmo de siempre, y pudimos conversar frente a un café.

Lo que me narró no es nada extraordinario en la actualidad. Bajo el amparo de ser un «centro de estudios filosóficos y culturales», mi amigo había ingresado a una secta. Fue hasta que, bajo el ardiente sol del trópico, mientras efectuaba un duro trabajo «voluntario», en una propiedad del «centro», su luz interior, brilló de forma inusitada, para hacerle caer en la cuenta que estaba siendo manipulado. Minutos después, manejaba, a decenas de kilómetros, lejos, de aquel lugar.

Son comunes estas historias, incluso en personas muy lúcidas y con gran sentido de realidad. Lo que sucede es que las sectas, sean de la naturaleza que sean: religiosas, místicas, secretas, políticas, culturales, muestran inicialmente un rostro muy atractivo, otorgando un sentido de pertenencia, de bienestar, de alivio emocional, de «fines supremos», que seducen con gran facilidad, a quienes se acercan a ellas. Se inicia así,  en los nuevos miembros, un largo camino, donde dinero, recursos, tiempo, se drenan vertiginosamente.

Ceremonias complicadas, libretos salidos de dramas operáticos, cantos, danzas, mesías, juramentos, profetas, jerarquías, van alimentando una rica parafernalia, que encanta. Lo demás es sencillo, la despersonalización del individuo arranca segura.

Un amigo profesional que pertenece a una secta religiosa, lleva ya diez hijos, y la cuenta sigue imparable. Obviamente, se trata de un matrimonio que hace todo el esfuerzo, para dar el sustento y la atención a tantos críos, ya que los anticonceptivos son palabra pecaminosa entre ellos. Otro conocido, es parte de un ministerio de «seguridad vial», y se pasa los días de la semana, incluyendo sábados y domingos, ordenando el pesado tráfico que congestiona las arterias principales adyacentes a su templo. También los hay quienes esperan el inmediato apocalipsis o a los extraterrestres. Sé de algunos que abominan del derrame seminal y de aquellos que no usan ni reloj ni desodorante.

Proliferan los santuarios, exentos de impuestos; y pese a ello, ni el crimen, ni las bajas pasiones disminuyen ¿Será que el tema no es tanto de religiosidad, como de auténtico cultivo espiritual?

La peligrosidad de las sectas no se visibiliza. He sabido de padres que expulsan a «hijos endemoniados» por presentar una sexualidad no convencional, o de parejas que se separan porque uno de ellos no se «convierte» a la «fe verdadera» del otro. Es la vieja historia del fanatismo.

Si bien la libertad religiosa y de asociación es un derecho fundamental, el sano criterio debe primar siempre; y el Estado y la escuela no pueden caer en las trampas proselitistas de los falsos redentores. La sociedad actual urge de integración, no de separatismos.

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