José M. Tojeira
En El Salvador tenemos pobreza en abundancia. Oficialmente, según las medidas internacionales, que ponen en un ingreso de cuatro dólares por persona día el límite de la pobreza, tenemos un poco más del 30% de la población en pobreza. Cuando se mide la pobreza multidimensional, que más que el ingreso monetario mide las privaciones y ausencia de bienes básicos de los hogares, nos encontramos con un poco más. Si hacemos una suma del total de los que coinciden en las dos mediciones, más los que no coinciden, pero aparecen exclusivamente en una u otra de las dos mediciones, nos encontramos casi con la mitad de la población en pobreza. Entre ese 47% de la población que el Programa de las Naciones Unidas en el Salvador considera no pobres, pero en situación vulnerable, muchas personas sienten una serie de privaciones que les lleva a considerarse pobres, más allá de las calificaciones oficiales de bancos o instituciones internacionales.
En otras palabras, que la pobreza sigue siendo uno de los mayores problemas de El Salvador. Y que más allá de las discusiones de gente bien intencionada y bien ubicada en la vida, que dicen que la pobreza no es la causa de la violencia que vivimos, lo cierto es que algo tiene que ver. Los expertos suelen decir que la pobreza es “multicausal” y tienen razón. Pero lo cierto es que la pobreza genera de diversos modos, reacciones de protesta o de violencia. Y genera todavía más cuando los pobres tienen claridad en temas como el monto de los salarios en los países desarrollados, la corrupción existente en nuestros países, y sufren simultáneamente una propaganda consumista e individualista que ofrece maravillas mientras el modo de funcionar de la sociedad impide conseguir lo que se vende como felicidad. Ciertas formas de pobreza son humillantes para quienes las sufren, y no hay nada mejor que humillar a los demás para cosechar respuestas finalmente violentas.
Hace ya cincuenta años, prácticamente exactos, el 26 de marzo de 1967, el Papa Pablo VI escribió una carta encíclica que ha ido iluminando el pensamiento de la Iglesia a lo largo de este medio siglo. Ya entonces el Pablo VI condenaba lo que recientemente el Papa Francisco llama “la economía que mata”. Decía entonces que un capitalismo liberal sin responsabilidades sociales, un “liberalismo sin freno, que conduce a la dictadura”, había sido condenado ya por Pío XI en 1931 como “generador del imperialismo internacional del dinero”. La economía debe estar “al servicio del hombre” y no al contrario. Y por eso mismo el Papa decía que estas situaciones de pobreza e injusticia tienen “que afrontarse valerosamente y combatirse y vencerse”. La necesidad de transformaciones es urgente, y los cambios deben ser “audaces” e innovadores. El desarrollo tiene como objetivo “reducir las desigualdades, combatir las discriminaciones, librar al hombre de su esclavitud, hacerle capaz de ser por sí mismo agente responsable de su mejora material, de su progreso moral y de su desarrollo espiritual”.
Viendo nuestra historia de los últimos 50 años podemos decir que hemos mejorado en muchas cosas. Pero seguimos todavía en una situación deplorable en educación, salud, vivienda, acceso al agua, acceso a un medio ambiente sano y sostenible. Y mantenemos unos índices de pobreza intolerables y causantes de múltiples disonancias en nuestra vida social. Disonancias que tienen su mayor manifestación en esa violencia que se expresa sistemáticamente en la muerte homicida, en la amenaza, en la infravaloración de la vida de los pobres. Hay cada vez más autores que piensan que es más barato erradicar la pobreza que combatir los síntomas que produce. Pero ni siquiera ese cálculo nos moviliza para iniciar un intento sistemático de erradicar la pobreza en El Salvador. A pesar de haberse hecho cálculos de los costos de la violencia, en la práctica no acabamos de entender que tenemos unos niveles de pobreza y vulnerabilidad que generan sistemáticamente gastos y costos en abundancia. No sólo la violencia genera costos, sino la pobreza también. Y ambas frenan los planes de desarrollo que ingenua o cínicamente exhibimos o anunciamos a cada rato, aunque los malos resultados de los mismos nos mantengan en situaciones siempre lamentables. Erradicar la pobreza nos permitiría reducir la violencia y avanzar muchos más aprisa hacia el desarrollo en todos los sentidos.
De la guerra civil hemos pasado a un estado de violencia permanente, con altibajos, pero siempre por encima de niveles tolerables o normales, si la violencia se puede llamar normal en algún momento. Erradicar la pobreza, hacer un esfuerzo serio y nacional para hacerla desaparecer, es la única manera de alcanzar niveles de desarrollo digno, tanto en el nivel económico y cultural como en el moral y espiritual. Ejemplos de personas comprometidas en este esfuerzo en favor de un desarrollo humano no nos faltan en nuestra historia. Tanto en el aniversario de Rutilio Grande como en el de Romero se han escuchado múltiples voces que expresan ese deseo de un desarrollo con justicia social y con cultura solidaria y fraterna. En el ambiente se habla de diálogo, pero la polarización continúa expresándose con fuerza en los medios de comunicación y en los ambientes políticos. ¿Estamos perdiendo tiempo? Si no nos decidimos de una vez por todas a dar pasos racionales hacia la erradicación de la pobreza no sólo perderemos tiempo, sino que mantendremos unos índices de dolor, costos e ineficiencia de los que no podrá salir nada bueno para el futuro inmediato