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Escribir debería ser castigado de oficio

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Escribir debería ser un oficio prohibido por todas las leyes; perseguido ferozmente por los cazadores consuetudinarios de brujas; y castigado de oficio con la pena de muerte para que, paradójicamente, se multiplicaran geométricamente los escritores, y las palabras rompieran los tabús y temores e hipocresías festivas que la burocracia y la doble moral les han impuesto; escribir debería ser como los cuerpos desnudos en el instante eruptivo y rebelde del sexo indecible en una cama idólatra y arbitraria y dura y endemoniada; escribir debería ser como el preciso instante de la muerte total en la que realmente nos entregamos en cuerpo y alma y pensamiento, porque la muerte es la única e idónea fuente de vida, ya que con ella se rehabilita la pureza del nacimiento y se construyen y reconstruyen leyendas con mentiras atroces o con verdades embalsamadas en la soledad holística de los domingos sin fútbol. Los escritores burocráticos y endiosados que le temen a las palabras o que las venden como fritada en las esquinas sospechosas de los cargos públicos y en los tétricos concursos literarios, tendrán que ser puestos de pie, aquí en el ambiguo y llovido paredón del pueblo, para ser juzgados como reos presentes e indecentes. Por orden de estatura, cada uno de ellos esperará su turno de pasar frente al espejo de la cultura popular –“número 69, pase el número 69”- para suplicar clemencia ante el gran jurado de víctimas y lectores sodomizados que sostendrán en sus manos una flor de lis y un corazón todo roto, remendado y doliente como semana sin sábado de gloria o como iglesia pagana sin sacerdotisas tatuadas ni pan tibio repartido entre los indigentes con historias tristes. Entonces comenzará el coro de patéticos lamentos historiográficos por las palabras que no se escribieron y los temas que no se abordaron para denunciar el dolor de los hermanos o para reír sus alegrías migratorias que flotan en el viento, sino para pervertir sus ojos y pudrir sus recuerdos como reflejo de la conciencia social, al tiempo que se lamía el culo a su enemigo por un poco del alpiste vencido que duerme en los estantes de los supermercados contaminantes. Ya tarde en la noche se lamentarán de la servil ferocidad con que veneraron hasta la saciedad la salud eréctil y reproductiva de Mammon.

Y el coro marcial del pueblo -que no distingue entre palabras buenas y malas cuando se trata de usar la lengua- gritará entonces: ¡A la mierda las tretas con que se detuvo la ciudadanía única en los salones azules y el fusilamiento del ayuno forzado de los héroes de barro! Entonces será juzgada la imputación de los inenarrables crímenes históricos a los hombres iletrados y a las mujeres dulces y bellamente descalzas que se desnudan oyendo la ópera italiana “Eurídice –pero sin Orfeo ni demonios otoñales- en las sanguinolentas costas del Sumpul; serán sentenciadas las complicidades confortables del escritor a destajo que no sabe distinguir entre una sonrisa y una máscara; o entre una bala magnicida y un beso furtivo dado cuando el tren de las ocho de la mañana entra en un túnel tan largo como un corto siglo… o entre la glacial Margaret Thatcher y la tibia e irreal Paula Jaraquemada Alquizar que luchó por la independencia de Chile; serán exiliadas, para siempre y sin posibilidad alguna de apelación constitucional, las acusaciones infames contra cada una de las palabras comprometidas de los utopistas que todavía creen que el otoño es capaz de seducir a la primavera; serán excomulgados los servilismos académicos y líricos que hacen de la perversión una heroína; serán ahorcados en los amates de las plazas públicas -pintadas por los candidatos presidenciales- los soplos dormidos y las torturas despiertas con que traicionaron al pueblo a la hora del atol shuco; serán pasadas por fuego fatuo las mentiras cotidianas de los grandes medios de comunicación social que apelan al pensamiento mágico-religioso para asesinar al pensamiento crítico antes de que nazca en los tugurios y barrios de media vida.

Pero algún día, o algún mes, o algún año, o algún siglo tendrá que ser derrocada toda esa miasma escatológica que los escritores burocráticos y vilmente laureados derramaron sobre el inocente imaginario del pueblo para impedir que se negreara la sociedad; sobre la pureza indecible de su sangre que es tan roja como la de los conquistadores ultramarinos y la de las diminutas élites económicas locales que soñaban con blanquearse la piel para tener visa vigente al paraíso del capital y a las victimarias páginas de la historia. Ese día, ese mes, ese año o ese siglo no habrá un Caballo de Troya, ni un castillo de San Felipe de Lara, ni una piedra volcánica que los oculte del condenatorio veredicto popular por haber quemado con falacias grotescas, lirismos inocuos y perfumes baratos las pupilas de sus lectores, a quienes les rompieron los tímpanos con las falacias genocidas de la experiencia de Göbbels: “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”.

Ni de los vivos ni de los muertos; ni de los ausentes ni de los presentes; ni de los letrados ni de las analfabetas, llegará el perdón y olvido para ese uso mezquino de la palabra. El inmenso justo juez de la noche del pueblo despertará para siempre de su febril ensordecimiento, romperá las densas telarañas hilvanadas por los escritores de pacotilla que alaban la explotación y la alienación, y los convertirá en estatuas de sal en sus propios laureles y monumentos de mármol que siempre están ubicados a la derecha del Amo dinero.

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