Escribir para vivir

 

Por Mauricio Vallejo Márquez

 

 

 

Escribí desde los siete años, pero no me había sentido escritor hasta ese día en las bancas de La Placita. Carlos Santos nos había invitado a departir unas bebidas junto a Ricardo Lindo y a Geovani Galeas.

 

Aquellos tres personajes se convirtieron en los mentores para comprender que el oficio literario no se resumía en emborronar páginas, sino en el compromiso agresivo y hasta obsesivo de leer y escribir. Fue hasta ese instante en que me sentí sumergido en el oficio y que me di cuenta que el talento se podía difuminar y extinguir sin el esfuerzo necesario, en principio porque escribir en un país como el nuestro no es algo que sea fácil ni motivante.

 

En casa ya había tenido limitantes para que se desarrollara mi vocación. Y eso que mi abuela Josefina era profesora de letras y escritora, así como el ejemplo de poeta que había dejado mi desaparecido padre.

 

Don Ricardo no sólo leyó mis neófitos escritos, se animó a darme el primer gran espaldarazo que sentí en este oficio. Él dirigía la revista Ars que publicaba la Dirección Nacional de Publicaciones y publicó en ella cuatro versos:

 

Veo el rostro de la verdad,

 

Como siempre sospechosa.

 

Ella es la culpable

 

Por eso la veo como extraña.

 

Estos versos también aparecieron en la revista Dominical de La Prensa Gráfica gracias a Tomás Guevara y en el plaquette que publicamos junto a Rafael Mendoza López: Tiempo en la Marea en ese mítico 11 de noviembre 1999 gracias a Jorge Ortiz Espinoza, el gran promotor de poetas de esos años de la Biblioteca Nacional.

 

Tras ese espaldarazo, ellos tres nos dieron guías para escribir y obviamente para leer. Y es que leer es imprescindible para ampliar la cultura, así como decía Ezra Pound: “El poeta es el hombre más culto de su tiempo”. No puedo negarle crédito a la amistad de Álvaro Darío Lara que no sólo nos brindó su amistad, sino también dirección y libros.

 

Tras el año 2000 la vida nos llevó por otro rumbo, el periodismo. Ahí los maestros fueron otros: Laffitte Fernández, Claudio Martínez y Rodrigo Baires quienes tenían un ojo agudo y una pluma mágica, lo cual seguramente William Alfaro secundaría. Sin embargo, no olvidaba aquellos escritores que abrieron sus bibliotecas, experiencia y tiempo a los jóvenes vates que éramos.

 

Hoy, que han pasado más de veinte años, los recuerdo a los tres. A Geovani quién me dijo: “ser mediocre no es una elección, hijo se es o no”, lo tengo tan presente con su profunda erudición que solo lo comparo con un judío ortodoxo en su devoción por el conocimiento. Gracias a sus indicaciones y consejos realicé una semblanza que me había encargado Laffitte y fue mi carta de ingreso a El Diario de Hoy. A Carlos lo seguí admirando porque al igual que Geovani tenía una gran devoción, sin embargo también era un personaje sumamente exigente consigo mismo y con el resto, con una búsqueda admirable por la excelencia en la poesía y el arte. Y el caso de don Ricardo que era un corazón desbordante sin olvidar el compromiso literario, pero que a veces esa inmensa alma que tenía le ganaba. Un trío maravilloso.

 

Don Ricardo falleció y nos deja su legado en sus obras, Carlos vive en Canadá y he tenido poco contacto con él por correo electrónico y Geovani no lo veo desde que se operó los ojos y dejó de usar aquellos lentes que semejaban fondos de botellas de bebida gaseosa. Sin embargo, siguen siendo un ejemplo de dedicación en este oficio que no nos deja vivir y nos da vida: Escribir para vivir.

 

 

Mtro. Mauricio Vallejo Márquez

Licenciado en Ciencias Jurídicas

Maestro en Docencia Universitaria

Escritor y editor

Coordinador Suplemento Cultural 3000

 

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