Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Respetuosas del Estado Democrático y de los valores universales de la civilizada institucionalidad, las confesiones religiosas que regentan organizados y competentes centros educativos, constituyen un importante baluarte para la formación integral de los niños y de los jóvenes.
Sin embargo, cuando nos encontramos frente instituciones que convierten el fundamentalismo religioso en dogma educativo que niega de forma empecinada y sistemática el librepensamiento, la criticidad, y los conceptos elementales de la moral ciudadana y de la ciencia, sometiendo a los educandos a una inquisidora dictadura ideológica, estamos muy lejos de lograr ciudadanos integrales, tolerantes y juiciosos.
Llama poderosamente la atención a muchos extranjeros que visitan el país, la exagerada cantidad de sectas e iglesias de las más variadas formulaciones, que pululan por doquier. Muchas de ellas incisiones de incisiones, como imágenes infinitas que se refractan peligrosamente en el espejo de la ingenua conciencia de miles y miles de connacionales, que buscan – en ocasiones de forma desesperada- un lugar de consuelo, que los conforte ante la barbarie que azota al país.
De esta necesidad apremiante de encontrar en “el más allá”, un bálsamo que torne “el más acá”, más vivible y tolerable, es de la cual se aprovechan algunos personajes inescrupulosos, decididos en convertir el templo y la escuela, en lo que el Maestro Jesús llamó, con gran crudeza y realismo: “cueva de ladrones”.
No hay cuadra en el país, en ese sentido, que no tenga una iglesia; y por desgracia, también, una cantina o a un funesto antro de vicio, donde se atropella la dignidad, generalmente, de las féminas. La pregunta lógica sería entonces: ¿si existen tantas y tan variadas iglesias, por qué nos seguimos despedazando?, ¿por qué continuamos defraudando el erario nacional y cometiendo toda clase de atropellos? La respuesta parece también lógica: porque religiosidad y espiritualidad, no son lo mismo.
En lo que concierne a la educación pública (proporcionada por el Estado) ésta es de clarísima naturaleza laica. No es posible que se desvirtúe la misión educativa que su condición le impone, por los requerimientos religiosos, que en muchas ocasiones, distan años luz de una auténtica dimensión espiritual, que va más allá, incluso, de la creencia en una divinidad particular. Tampoco es posible que la institucionalidad educativa, se extravíe, seducida por una sospechosa cultura religiosa -que introduce ritos, costumbres y activismos de esta índole en los quehaceres del aula- de sus fines estrictamente laicos y ciudadanos.
Ya en el pasado, la cultura del militarismo, hundió en la escuela nacional, su férrea y negativa influencia, convirtiendo lo que era normal y propio del cuartel, en forma cotidiana de la Escuela. Las consecuencias de estas prácticas fueron lamentables, sobre todo, porque los énfasis se marcaron en los comportamientos exteriores y no en el necesario proceso interior. La moralidad, por tanto, esencial en los procesos formativos, venía de la fuerza única de la heteronomía, no de la autonomía, que es, en definitiva, la que garantiza la verdadera toma de conciencia de los valores positivos a practicar. Que la escuela vuelva a su raíz ciudadana y democrática, es, sin duda, una urgente tarea.
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