Para José Gabriel Quintanilla
Por Mauricio Vallejo Márquez
Bitácora
Nunca me imaginé a Gabriel como un aguerrido abogado esgrimiendo su oratoria en casos de Derecho Penal. Lo veía como un dócil enamorado que colecciona versos como un apasionado novio que recoge pétalos de flores preguntándose si lo aman o no, sin encontrar respuesta y suspirando. Pero ahí estaba él, camino a alguna audiencia. Con el pecho erguido y esgrimiendo su código como un caballero rumbo a una justa.
La primera vez que vi la tímida figura de Gabriel Quintanilla, fue presentada por la poeta Carolina Lucero bajo las luces negras que tenía la Luna en un recital de poesía junto a otros jóvenes vates que compartieron sus poemas con el público de aquel bar nombrado como un satélite. No nos hablamos mucho, apenas nos saludamos al presentarnos. Sin embargo, recuerdo su hablar pausado cortando los versos de su poema. Pasaron los días hasta que me lo encontré en los pasillos de la Universidad Tecnológica, donde ambos estudiamos Derecho. Ahí estaba sentado en una de las tradicionales bancas de varillas que se encontraban en los pasillos de los diferentes edificios de la Universidad. Nos saludamos al vernos pasar, pero con el tiempo se nos dio la oportunidad de conversar, perdió él la pena y me mostró sus poemas. Entonces conocí sus versos y su historia, su andar como tecleño que reparaba radios para vivir y con esfuerzo pagaba sus estudios para un día ser abogado. Le invité a participar en el Grupo Literario La Fragua, un grupo de poesía que habíamos fundado con Rafael Mendoza López y él accedió. Lamentablemente el grupo original se disolvió con el año 1999. No imaginé que con Gabriel terminaríamos convirtiéndonos en amigos y compartiríamos caminos en una de las etapas más intensas de La Fragua cuando andábamos de café en café, hasta visitando asilos. Nos encontramos cerca de la colecturía de la Universidad y él me propuso que resucitáramos el grupo. Yo tenía mis dudas, sentía que la idea original se había ido con la separación, pero Gabriel me convenció. Le dimos con todo, en esa época tuvimos mucho apoyo de Carolina Lucero, Silvia Elena Regalado y Beatriz en la Tecnológica, e incluso nos apoyaron Mario Pleitez y Mercedes Seeligman en la Universidad Francisco Gavidia. La verdad es que mucha gente nos apoyó en esas incursiones. Poco a poco nos abrimos terreno en las diferentes Universidades y centros educativos. En esos días todo lo hacíamos por el gusto de compartir nuestra poesía. Elaboramos plaquettes que vendíamos en los recitales y nos sentíamos rockstars. Éramos unos niños, todavía lo somos como cualquier poeta, pero en esos años éramos jóvenes poetas.
Los caminos de la vida nos llevaron por otras rutas, mientras creíamos madurar. Yo seguí insistiendo en el idealista esfuerzo de arar en el mar queriendo vivir de la literatura, mientras Gabriel fue más práctico y se metió con todo en el mundo del derecho, el cual lo llevó de reparar radios a ganarse la vida como abogado y a tener un poco más de tiempo para dedicarse a escribir sus poemas en alguna cafetería, con el curioso talento de su esencia.
Han pasado veinte años de aquellos meses que nos dio por tener más de un recital por mes. Ya no nos hablamos tanto, aunque siempre nos saludamos por WhatsAap con la promesa eterna de volver a leer juntos e incluir a nuestro entrañable compañero de esos días, también abogado, Carlos Rubio Calles. Sin embargo, aún no lo concretamos, pareciera que la cotidianidad nos ata a seguir vegetando. Y precisamente así se construye el poema, viviendo. Esa lucha contra la cotidianidad y ese naufragio puede ser un poema. Un día de estos volveremos a encender ese fuego de la fragua o de la poesía, porque, aunque parezca que nos huye, nos habita.