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Ese monólogo de aquel abril

Mauricio Vallejo Márquez

coordinador

Suplemento Tres mil

 

Ahí estaba ella, discount en coma. Con sus ojos inflamados y semidesnuda, como única prenda le cubría un pañal y varias sondas conectadas a su cuerpo, a su muñeca, en la nariz como si se tratara de un cordón umbilical. Con el cabello como pulpo sobre la almohada, como un pulpo negro que aguarda y deja sus tentáculos contrastar con el blanco de las sábanas.

La cama estresada, soltando arrugas como seño fruncido por el dolor de llevarla encima, de sostenerla mientras ella debe amarrarse porque se sale, se cae y no hay quietud. Prisionera de ella misma, combate sola dentro de sí.

La veo. No puedo verla. Comienza la batalla de mirarla o pretender hacerlo. Mientras la observo la recuerdo cuando salíamos y conversábamos del Prócer y sus miles de historias fantásticas, en tanto sus cigarros se consumían entre sus dedos y ella vaciaba su vacío sobre mí.

Nunca importó la hora, siempre estaba ahí para ella. Le cubría las espaldas, viéndola marcharse con cuanto tipo quiso. Luego escuchaba sus historias, sus rodeos y sus clímax. Siempre apretando la garganta, pero sabiendo escuchar.

Con ella aprendí a echar humo, a corroerme los pulmones y el alma, y sobre todo a comprender que uno puede amar sin que le den la misma moneda.

La vi marcharse y hacer vida, querer vivir a lo Jim y Pamela, a querer desenfreno y luego regresar con el mentón besando el pecho. La vi una y otra y unas cuantas más.

Pero, esa vez que había pretendido despacharse sola (suicidarse) tras tomarse medio bote de pastillas no pude dejarla sola. Acompañé a su mamá en el hospital. Llegué para ver cómo estaba y por supuesto para ver si podía ayudar. Su mamá me pidió que hablara con ella, que le habían dicho que eso era bueno, que servía.

Llegué por la tarde y salí hasta el día siguiente a las 6:00 de la mañana, para llegar a tiempo a la casa y arreglarme para el colegio. Hablé con ella, con eso de hablar sin reparo, de arrojar el corazón al plato, de contar la vida, de hablar como si el pecho se desborda. Hablé tanto que la garganta terminó seca. Hasta que la madrugada sacudió los cristales de la puerta de vidrio y le dejó escarcha.

Era suficiente, pensé. Con ganas de seguir ahí, con la certeza que se iba a despertar y queriendo ser el primero en verla. Pero no, me fui.

Cuando regresé a mi casa al mediodía, la Tere me tenía un mensaje: “le hablaron”. ¿Quién?, le dije. “La mamá de… dijo que ya despertó”, respondió. Y todo quedó en silencio.

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