@renemartinezpi
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Antonio es mi segundo nombre. ¡Antonio! a sus órdenes. Muy pocos saben eso, no rx y sólo unos cuantos saben que “Antonios” hay de todos los colores y olores: buenos y malos; valientes y cobardes; leales y traidores; agradecidos y aprovechados; nobles y mezquinos; pobres y ricos; buenos hijos y malos hijos; revolucionarios y derechistas, ambulance porque ese nombre -en un principio pensado para los santos y para los locos y suicidas altruistas- terminó como un comodín gentilicio que puede ser colgado en cualquier cara sin ningún problema de identidad sociocultural ni de paradojas faciales, tales como llamarse Antonio y tener cara de llamarse José o Gerardo. Y Martínez es mi primer apellido, y también muy pocos saben eso.
René Antonio Martínez Pineda… eso dice en mi partida de nacimiento –ni más, ni menos- y abajo aparece la firma temblorosa de alguien que de seguro iba pasando por la alcaldía a la hora precisa y, por los centavos suficientes para comprar un trago de Tick Tack (el licor de los salvadoreños y el pueblo nunca se equivoca) le hizo el favor a mi querida madre de firmar en nombre de otro que no existe, y todo porque ella estaba definitivamente resuelta a que yo tuviera un padre, aunque para lograrlo tuviera que inventarse uno y ponerle cara y cuerpo y señas particulares y virtudes y hazañas y testamento jugoso y un nombre completo cada vez que hablara de él poniendo la mirada perdida y esbozando una nostalgia tan real, pero tan real, que llegué a creer en la existencia de ese ser fantasmal. Así son de poderosas y resueltas y mágicas las madres latinoamericanas, mujeres que -como dijo García Márquez, y tenía mucha razón, como siempre- son capaces de mantener un avión en el aire con el poder de sus rezos para librar a sus hijos de todo mal. Amén.
Fue mi abuela –la niña Lidia Valle, mujer tan invencible como silenciosamente abnegada- quien me puso “René” por primer nombre, para evitar que, en un acto desesperado y agónico e irracional que pretendiera llamar al amor que había huido con rumbo desconocido, me dejaran: “Antonio”, a secas, en honor a quien jamás llegué a considerar ni como mi padre biológico. Eso lo intuyó mi abuela al ver en mis pequeños ojos una mirada tan profunda como el mar tenebroso y, por eso, me puso “René” –el niño se llama “René”, le aclaraba a propios y extraños con la voz profunda y el semblante serio. A pesar de ese acto de loca rebeldía de mi abuela, la niña Elisa Valle (mamá “Licha”), mi bisabuela, me decía “Toñito”… y su voz precolombina dejaba escapar un cariño inenarrable, y después me abrazaba con todas sus fuerzas como si fuera la última vez que lo hacía, o como si al hacerlo pretendiera que yo me fusionara en su cuerpo cansado y oloroso a alcanfor y a pócimas mágicas contra los desamores más perros del mundo… y después yo ya estaba grande; y después su recuerdo era una imagen que la nostalgia pintó de rosado en el fondo de mi almario porque ya no tenía a la mano ese abrazo invencible y endemoniadamente tibio.
Mucha gente me conoce sólo como René Pineda desde que, en un comunicado a página completa en el Diario de Hoy (conocido en los años 70s y 80s como: “el diario de hoy con los muertos de mañana”, las razones de tal calificativo sobran), los escuadrones de la muerte me amenazaron a muerte junto a otros veintidós universitarios más. Los que tuvieron miedo porque su conciencia social era sólo una “conciencia espejo”, se fueron a estudiar a México o a Costa Rica. Yo me quedé, contra la lógica de todo análisis racional: me quedé, luchando a muerte contra mi miedo.
Fui criado unánimemente por mujeres y, de alguna forma incomprendida por mí en ese entonces, eso incidió en que tuviera un particular y enrevesado y quijotesco sentido de la justicia social (enrevesado para la sociedad, claro está; ingenuo para los otros) quizá por el sentido romántico oculto en toda mujer. A los 6 años –venciendo los achaques dolorosos y ásperos de una enfermedad crónica que padecía desde que, en un accidente vial, murió su esposo (Don Salvador Pineda, a quien en la calle la gente confundía con Pedro Infante, decía ella) mi abuela me matriculó en el único Kinder público de Ciudad Delgado y, justo a los tres días, me expulsaron definitivamente –“muchachito malcriado”, me dijeron, en el límite del colapso pedagógico- cuando le reclamé airadamente a la profesora, en medio de la clase, porque había castigado injustamente a un compañerito. Ese fue mi primer acto subversivo y con él vinieron mis primeras lágrimas sociales y mi primer miedo; esa fue, también, la primera vez que mi abuela me felicitó y entonces, quien sabe cómo, consiguió un “Abecedario” usado para que aprendiera a leer por mi propia cuenta –“tenés siete meses para aprender”, me dijo, sin posibilidad de regatear el plazo- pues hasta el año siguiente me podía matricular en primer grado (en la Escuela Urbana Mixta Edelmira Molina No. 2) debido a que en esos días era de estricto cumplimiento tener siete años cumplidos.
Después de ese primer enfrentamiento con una autoridad fuera de la familia todo fue fácil, relativamente; después de ese primer enfrentamiento vendrían otros más duros que tuve que asumir para no defraudar las utopías libertarias de mi abuela, cuyos principales enemigos eran, en ese orden inviolable: la pobreza, los militares, la injusticia social y las viejas chambrosas que se escudan en el anonimato del rosario bendito o en la hipocresía de la moral burguesa. De modo que con esas enseñanzas instintivas de mi abuela, ancladas en una utopía que no podíamos comprender teóricamente, ni ella ni yo, deambulé alegremente por la escuela primaria y secundaria y, como destino conocido en sexto grado, me convertí en un niño organizado junto a mis dos mejores amigos (David y Nelson), quienes fueron asesinados por la dictadura militar cuando estábamos en séptimo grado.