@renemartinezpi
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Yes que los salvadoreños son el pueblo de los contrastes permanentes; un pueblo de contrastes económicos (hay cientos que son muy ricos y millones que son muy pobres viviendo bajo el mismo cielo); culturales (bandas de paz en un país en guerra dominado por empresas privadas de seguridad y empresarios filibusteros que venden las armas y los motivos para usarlas); políticos (hay más políticos que maestros per cápita y más lupanares que escuelas por kilómetro cuadrado); culinarios (queso duro-blandito; pupusas de sesos viejos en masa nueva); administrativos (poseen un documento “único” de identidad que no es “único”, thumb nurse pues siempre le exigen, además, el NIT y el escapulario para cualquier trámite, aunque el número de aquel aparezca en el documento “único”; e ideológicos (cree en Dios y en todos los santos y al mismo tiempo comulga en la iglesia con los impunes victimarios de curas, catequistas y monjas). Esos contrastes, tan insobornables como necios, traspasan la frontera de la cordura civil y se asientan, plácidamente, en las ruinas arqueológicas de las paradojas insolubles.
Por un lado son un pueblo que vive de la chulada de promesas que le hace la burguesía, aunque ésta jamás le ha cumplido la más básica de ellas: un salario digno; son un pueblo que sobrevive en el país donde más injustamente se distribuye la riqueza y más o menos la mitad de su población vota por los partidos de quienes lo tienen todo porque le quitan todo o votan por sus franquicias; son, por cuestiones telúricas y políticas, un pueblo de nómadas que tiene un imaginario social sedentario; son el pueblo de la región latinoamericana con la más rica, creativa y revolucionaria tradición en movimientos sociales –como resultado del desarrollo de la conciencia social en los años 20 del siglo pasado- y el que ha sufrido los mayores genocidios y ha cometido las mayores traiciones, las que, como si fuera el santo entierro, le gusta refrendar cada vez que puede poniendo como coartada el miedo o la ignorancia, lo cual es una paradoja después de haber impulsado las luchas de calle y de montaña más creativas, audaces y multitudinarias.
El Salvador es (en el marco de las autodefiniciones ideológicas de la burguesía como “el país de la sonrisa”; “el país de las oportunidades”; “el país de propietarios”; “el país de los felices más felices del mundo”) el país de la región continental donde la persecución, desaparición forzosa y asesinato de los que lucharon en contra de las injusticias del capitalismo ha dejado los saldos más lamentables, multitudinarios y cruentos. En El Salvador (más que en ningún otro lugar de esta región que no logra salir de su propia edad media) en nombre de la libertad burguesa y la propiedad privada se quemaron muchas Biblias de la liberación, pero no tantas como para superar el número de catequistas comunitarios, monjas progresistas y curas asesinados, cuya comunidad es la que abrió y cerró el telón de la guerra civil, pues va de Monseñor Romero a los Jesuitas, coincidencia histórica que, pongamos por caso, desconoce la población de Santa Tecla; se quemaron miles de cuadernos y libros de texto de sociales, de Marx y de los poetas rojos, pero no tantos miles como para superar el número de maestros y estudiantes asesinados o desaparecidos a plena luz del día; se quemaron muchos maizales y frijolares minifundistas, pero no tantos como para superar el número de campesinos y cooperativistas asesinados por las patrullas cantonales y defensas civiles que son el eslabón perdido de los escuadrones de la muerte.
Todo lo anterior lo hizo la oligarquía salvadoreña de esa forma y en esa macabra proporción para que no quedara ninguna duda del carácter terrorista de la guerra civil que patrocinaron. En El Salvador los victimarios reales, intelectuales y virtuales de los crímenes de lesa humanidad que le dieron una connotación más perversa al terrorismo de Estado, son los mismos que hoy pidieron el voto en nombre de la democracia, en nombre de Dios… y del Mayor, claro está, porque “el arma de los hombres libres es el voto”, sentenció quien torturó, desapareció o asesinó in situ –o por interpósita mano- a sus opositores políticos e ideológicos según el Informe de la Comisión de la Verdad, una verdad por el momento inútil porque no ha logrado deshacer el nudo ciego que ata a la sumisión con la democracia electoral. Y así como la oligarquía se reinventó en los años 80s –sin dejar de ser igual- para sobrevivir a la guerra civil mediante una lúgubre represión masiva y selectiva que casi se convirtió en exterminio (con ARENA como poder carismático y el PDC como autoridad formal), un exterminio que hace lucir al país violento actual como un jardín de niños y hace lucir al pregonero oficial de la medicina forense como un enajenado visceral. En cuestión de trece días no continuos (un día de mayo de 1980, en el río Sumpul; diez días de octubre de 1981, en la Quesera; y dos días de diciembre de 1981, en el Mozote) las fuerzas terroristas de la oligarquía -que en estos días recién pasado pidió el voto- asesinaron a casi dos mil salvadoreños, o sea un promedio diario de ciento cincuenta tres compatriotas… mis compatriotas, mis hermanos.
Y así, para darle una evocación paradójica a la cultura política del salvadoreño, la que sigue siendo una cultura política de súbdito, los que ayer masacraron al pueblo con premeditación, alevosía y ventaja: hoy hablan de paz y de armonía social; los que ayer desaparecieron a miles de hijos buenos: hoy hablan de proteger a las madres solteras; los que ayer –al igual que hoy- daban sueldos de hambre para ponerle un bozal a la conciencia: hoy hablan de generar empleos y mejorar los salarios; los que ayer persiguieron y asesinaron curas de la liberación: hoy organizan misas de acción de gracias; los que ayer “se pasaron la democracia por los huevos” –como dijo, mi abuela, en un arrebato de la conciencia-: hoy hablan de defender la democracia –pero su democracia- en las urnas. Pero el problema político no es que esos de ayer hablen de todo eso, el problema es que mucha gente humilde les cree y vota por ellos, o sea que vota por ese pasado que aún no ha pasado… al menos en la conciencia de quienes no podemos olvidar.