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Esperaré como una piedra

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Al principio fue una serena guerra civil con estrellas fugaces sin pólvora, una insurrección paulatina del cuerpo pulcro abriéndose paso entre pupitres y ensayos de sociología que pregonaban borrascosos días de encierro esperando la febril reciprocidad de las barricadas opuestas que me hicieron saber que es duro mantener encendido el sándalo bajo la lluvia plomiza de marzo; al principio fue una silueta cartográfica bañándose desnuda en el Sumpul para borrar las atroces masacres que lo mancharon; y era como la diosa de la cueva de la serpiente de la utopía que hace de la belleza un acto insurreccional sensualmente sádico lindando el límite poético del suicidio por conciencia social frente a sus nalgas adictivas.

Al principio fue un violín de pies lindos que me llevó a inventar un código oculto que me protegería de la herejía militar y me impediría cometerla; una piel desnuda y proscrita en el imaginario del mundo secreto que inventé para sentirme seguro y libertario yendo y viniendo en mi máquina del tiempo para volver a la imagen originaria de sus pies que me condenó a escoger entre ella o ella, entre la flor o la flor, porque por ser paradoja no podía tenerlas a ambas aunque eran la misma persona.

Al principio fue una sublevación popular de los sentidos, unos ojos hermosos, tan inocentes como incendiarios, que me emboscaban en el bebedero del placer solitario que se camuflaba con consignas lúdicas y masturbaciones furiosas sin fotos como ayuda… y entonces supe que navegaba a la deriva en la inmisericorde masacre de la pizarra y las consignas; fue una voz impetuosa que arrasaba con mi cuerpo de hojas secas susceptibles al fuego de sus ojos; unos labios del embrujo ritual de la identidad cultural perdida que hacen fascinante cada letra pronunciada; un sorbo de café con vainilla a buena mañana que reanima a la hormona de la poesía que penetra insaciable al compás del palpitar de las venas secretas y me deja pacientemente esperándola como una piedra para que la imagen perfecta de sus pechos reine en mi boca.

Parece mentira, pero saltándome las trancas de la gramática de los cincuenta y seis años, acomodando los tratados de la sociología de la utopía, hurgando en su rojo imaginario la táctica de ocupación militar, busqué la paciencia para moldear esperanzas desesperanzadas en los ojos de los niños de la calle; busqué el tiempo para mentirme a mí mismo y decir qué bonito sería si todo fuera cierto; qué bonito sería si existiera igualdad orgásmica en la repartición de los cuerpos y la riqueza y los pies lindos… no importara entonces que al día siguiente la realidad fuera una sombría y puta hojarasca de la plusvalía.

Después, los códigos se convirtieron en suntuarios protocolos que fabriqué a imagen y semejanza de mis tiesuras, tentaciones malditas que nunca llegaron a ser mutuas aunque me imaginaba todo lo contrario viendo códigos inexistentes en las respuestas diplomáticas de la vida… pero los códigos utópicos cobraron vida donde vida no había y cada palabra era una danza erótica y tiernamente salvaje de ideas emancipadoras que no tenían sentimientos de culpa ni le temían a la disculpa, y me sentí optimista en el mundo secreto que inventé, me sentí profuso de metáforas imperativas y subversivas; me sentí infinito en la modelación socialista de las palabras; me sentí inmune al sollozo de la verdad coyuntural; me sentí excarcelado de la nostalgia que provoca lo imposible, tan a gusto en mi piel vieja y en la ropa nueva de ella que nunca levantaba el telón de la ópera; tan narrador sobre el triángulo de su Bermuda; tan ansiado y lujurioso en las ansias mortinatas que después de cada metáfora salía a la calle carente de gente… pero no me importaba porque en mi ópera no tocaban la sinfonía del adiós y el fantasma no se quitaba la máscara y la esperaba pacientemente como una piedra; porque en mis cuentos como laberintos nadie podía desmontar la leyenda de lo mutuo; porque en mi orgía de palabras nadie podía borrar la euforia; porque en mi viaje de expedición sin financiamiento hacia el continente indómito de su cuerpo desnudo solo ella y yo estábamos autorizados para recoger el botín dividido en partes absolutamente iguales. Pero el pago de impuestos sufragistas que estipula la cultura del olvido me dejó navegando a la deriva de sus manos incansables; y de pronto supe sin saberlo que sin ella mis deseos no se harían poesía; que sin ella mis manos no tenían qué modelar o palpar a ciegas; que sin ella era imposible que mi cuerpo insurrecto fuese la otra boca del beso que concreta la utopía, y entonces me dije, sin querer oírme: qué feo es tener la cara deformada como diputado megalómano; qué fea es la hojarasca del desengaño mercantil que solo tiene una víctima mortal: yo.

Y entonces pensé en ella, solo entonces, sucumbiendo en otras manos y en otras palabras, decodificando su desnudez en la lupa de otro Sherlock Holmes y -anestesiado por el elixir de los pies en la tierra para no sentir dolor ni tener efectos secundarios, para no sentir miedo de salir a la calle- mansamente recogí las metáforas que había dejado sembradas en el camino de ladrillos amarillos y fue entonces que sentí miedo de necesitarla siempre y me puse la máscara para abandonar para siempre la ópera, dándole la última mirada al escenario donde por un segundo creí ser la estrella, creí ser el arcángel de las palabras, creí ser el narrador de la primera creación universal: ella; creí ser el comandante de la primera revolución triunfante: ella; creí ser la víctima del pecado original: ella; creí eludir la paradoja de la máquina del tiempo: ella; creí resolver una ecuación sin igualdad: ella. Y entonces descifré la víctima del crimen que hizo famoso a Sherlock: yo, pero por si las dudas me quedé como piedra esperándola.

La edad ya no me importa porque no vivo en las cosas, además, qué importancia tienen cincuenta y seis años si las metáforas carecen de edad, si las palabras carecen de arrugas, si los suspiros carecen de achaques para poder correr en los labios del embrujo ritual de la identidad cultural que hacen fascinante cada letra pronunciada y cada brote de leche tibia y densa como un beso al compás del palpitar de las venas secretas de la utopía que me tiene esperándola como una piedra porque es definitivamente el amor de mi vida.

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