Álvaro Darío Lara
“Nada se sabe, todo se imagina. Somos cuentos contando cuentos, nada”.
Ricardo Reis (Fernando Pessoa)
¿Dónde termina la realidad (si acaso existe) y dónde se inicia la ficción, la brillante imaginación del narrador? En el plano de la literatura estas fronteras se funden y confunden, y eso es, precisamente, lo que separa una obra literaria del periodismo, de la crónica, de la sociología.
La obra artística, aunque lo pretenda, nunca puede estar al servicio de los dictámenes de la llamada “realidad objetiva”, porque si bien, esa realidad puede ser el sustrato de la novela, del cuento, del poema; la realidad artística, la realidad del lenguaje literario, alcanza un vuelo aún más alto, en cuanto capacidad de impresionarnos sensiblemente, en cuanto belleza de su connotativo y metafórico lenguaje, es cuanto irremediable invención.
Las tendencias del siglo pasado de buscar un excesivo realismo, de obligar a la literatura a cumplir un catecismo moral, político, ideológico, sacrificando su naturaleza, nunca prosperaron. Muy poco de valía salió de ahí.
Lo que sobrevivió -de importancia- de toda esa época, no obedece a la comprometida temática social o a la razón histórica que la asistía; mucho menos a la nobleza de los ideales que la sustentaba. Lo que se salvó se debe a la grandeza del lenguaje, a la técnica en que se realizó. Renunciando, genialmente, a la falsa tipificación de los personajes y ahondando en la compleja e incierta personalidad humana. Afirmando, entonces, el misterio de las cosas y del mundo, y el asombro onírico que nos provocan.
Más allá de las imposiciones, el talento del escritor auténtico siempre venció los dirigismos. Así se produjeron las grandes obras, algunas, incluso, de ese “realismo socialista”, que quiso “documentar” y “uniformar” la literatura y el arte que se gestaba en los procesos revolucionarios mundiales. El arte como tal, finalmente, ganó la partida al separar la cizaña del trigo.
“Esqueleto sin cabida” (Índole Editores, 2023) es el quinto libro publicado por el joven narrador salvadoreño Gabriel Velásquez (1999), un novel escritor cuyo talento, facilidad expresiva y creatividad es admirable.
Invadido por una fuerza imperiosa, por una fiebre incontenible, Gabriel ha emborronado cuartillas y cuartillas, dedicando horas y horas al difícil oficio de la escritura. Y es, únicamente, en el ejercicio constante, sin tregua, como, con paciencia, los resultados van emergiendo. Un oficio de mucho cuido, de mucha batalla con las palabras, con el ritmo, con la música que ellas encierran.
Los diez textos que integran el libro evidencian formas diversas: cuentos, relatos y estampas. En algunos de ellos, Gabriel despliega una prosa sumamente poética. A nuestro juicio son particularmente bien logrados, a pesar de algunas inconsistencias formales de construcción: “El gato guardián” y “Luna de los desaparecidos”, donde gana, definitivamente, la partida ese universo de absoluta re-creación de lo real, que supone la literatura.
Los personajes, el mundo de Gabriel, en este libro, continúa habitado por los parias, por los misteriosos animales y por los deslumbrantes fenómenos de la naturaleza.
Así encontramos ancianos abandonados, migrantes, mendigos, enigmáticos gatos, hombres-esqueletos, desaparecidos, alcohólicos… Al final, todos víctimas y victimarios que deambulan entre ambientes excrementicios, miserables, oscuros, pero para quienes, por compensación quizás, siempre los asiste una nube, un sueño, un limonero en flor, una todopoderosa luna, una esperanza.
La violencia histórica de un país cruel avanza inmisericorde sobre ellos; les hace caer su lluvia ácida; pero también les enciende una vela, después de la tormentosa noche del desahucio y de las goteras interminables que inundan las casas de los pobres vecinos de la mítica colonia “Las Orquídeas”.
Creo que, con este volumen, Gabriel continúa desarrollándose en su prometedora carrera de escritor profesional a la cual aspira.
La dolorosa realidad que ha visto en la patria, le ha calado hondo. Por ello sus historias siguen hablándonos de autobuses grises donde asesinan salvajemente o de hombres fuertemente armados que secuestran a jóvenes para después lanzarlos a los macabros pozos de donde nadie retorna.
Sin embargo, en estos textos, faltan ajustes de estilo, de gramática, de concepción y caracterización de personajes, que deberán irse efectuando. La lectura, el ejercicio, la exposición y sana apertura hacia la crítica son fundamentales en este aspecto.
“Esqueleto sin cabida” de Gabriel Velásquez nos ofrece experimentos surrealistas como la pieza: “Mi cadáver” (cuento ganador del premio “Manzana Dorada”, Fundación Ibis Erística, 2021, Guatemala), y esto es formidable, porque permite ciertos quiebres con las propensiones estilísticas del autor. La visión humanística de Gabriel sigue primando, situándonos ahora en un ámbito de osamentas que no saben ni siquiera de dónde vienen ni para dónde van; que ignoran su propia vida y su propia muerte; que no caben en ningún lugar, que no sea su infinita desolación.
Por otra parte, en ocasiones, sus textos exigen más elaborados y efectivos cierres; y sus personajes claman por tener una voz más cercana a su identidad y condición, ya que, la voz y el tono culto del escritor los domina casi a todos por igual. Son las enmiendas que el tiempo, el trabajo incesante y los buenos autores deberán irle proporcionando.
Los libros, viejos y nuevos siempre nos hacen felices, encendiéndonos vivas primaveras en el alma. Un autor preferido de Gabriel es el uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994), quien expresa en esta luminosa cita, lo que muchos vivimos al leer, al concluir un bello libro: “Sintió de improviso que era feliz; tan claramente, que casi se detuvo, como si su felicidad estuviera pasándole al lado, y él pudiera verla ágil y fina, cruzando la plaza con veloces pasos”.
Invito a los lectores, ávidos de conocer a nuestros escritores recientes, para que adquieran y lean “Esqueleto sin cabida” de Gabriel Velásquez; y felicito a su autor y a su editora por el lanzamiento de tan interesante obra.