Por Leonel Herrera*
El estado de excepción decretado por la mayoría parlamentaria oficialista -y prorrogado sucesivamente en los últimos siete meses con el pretexto de combatir a las maras- es la formalización de algo que en la práctica era una realidad desde que inició la presidencia de Nayib Bukele: un “gobierno en estado de excepción permanente”, cuyo funcionamiento se basa en la violación sistemática de leyes y reglas básicas de la institucionalidad democrática, principalmente la rendición de cuentas, el respeto a los derechos humanos y la separación de los poderes estatales.
Al solo comenzar su gestión, Bukele se deshizo del discurso democrático -que pregonó antes y durante la campaña electoral- y demostró que las reglas democráticas son incompatibles con su perspectiva autocrática, autoritaria y dictatorial. Así, en vez de buscar acuerdos con la Asamblea Legislativa de mayoría opositora, el mandatario optó por una confrontación que culminó con el asalto al palacio legislativo el 9 de febrero de 2020, cuando el presidente -acompañado de militares y policías- irrumpió en el salón plenario y usurpó momentáneamente la silla del presidente del Parlamento.
Por suerte, según el propio Bukele, “Dios le pidió que tuviera paciencia” y el golpe presidencial contra la Asamblea no se consumó. Sin embargo, el 28 de febrero de 2021 el bukelismo arrasó en las elecciones parlamentarias y desde el 1º de mayo del mismo año el poder legislativo obedece órdenes de Casa Presidencial.
Durante la pandemia de COVID-19, el “estado de excepción permanente” dio otro salto: Bukele enfrentó al poder judicial, desobedeció resoluciones de la Sala Constitucional y también puso “en cuarentena” varias normativas que estorbaban, principalmente la Ley de Acceso a la Información Pública (LAIP) y Ley de Adquisiciones y Contrataciones de la Administración Pública (LACAP). Así entraron en “estado de excepción” el derecho ciudadano de acceder a la información pública y el manejo transparente de los fondos públicos. Reformas a la LAIP y la aprobación de la “Ley Alabí” formalizaron dicha “excepcionalidad”.
La nueva correlación parlamentaria también permitió ampliar el “estado de excepción permanente” destituyendo arbitraria e ilegalmente al Fiscal General y a los magistrados de la Sala Constitucional, y los nuevos magistrados bukelistas de inmediato pusieron en “estado de excepción” las disposiciones constitucionales que prohíben la reelección presidencial consecutiva. Mientras, el Fiscal impuesto suspendió investigaciones sobre negociaciones del gobierno con pandillas y diligencias sobre presuntos casos de corrupción, según denunció el ex fiscal anticorrupción German Arriaza. También suspendió la CICIES que ya investigaba varios casos de posible corrupción en manejo de fondos públicos.
Así que el estado de excepción es la formalización de la legalidad bukelista que puso “en pausa” la vigencia de principios y reglas de la democracia. Cómo señalan varios juristas y expertos en combate a la criminalidad, el estado de excepción es innecesario pues ya existe un marco legal que permite perseguir a las pandillas, entre éstas la Ley de Proscripción de Pandillas y la sentencia de la Sala Constitucional que las declara agrupaciones terroristas.
En tal sentido, el estado de excepción más bien podría responder a otros objetivos del régimen de Bukele, sobre todo ocultar información de interés público, no rendir cuentas sobre el uso de fondos, profundizar estrategias de control social y justificar abusos, arbitrariedades y violaciones de derechos contra personas inocentes que no tienen vínculos con pandillas.
A los objetivos anteriores se suma otro igual o más importante: la propaganda, sobre todo de cara a las elecciones de 2024 en las que el presidente buscará reelegirse y renovar su mayoría parlamentaria. Es posible que, dada la mala gestión económica de su gobierno, Bukele convierta la seguridad en su principal tema de campaña aprovechando la mejora que percibe la población, especialmente la que vive en zonas de control o incidencia pandilleril. No sería extraño que la campaña bukelista pretenda asustar con afirmaciones como ésta: “si ganara la oposición los pandilleros volverían a las calles a extorsionar, matar y violar”.
Por tanto, es previsible que el estado de excepción siga hasta las elecciones o quede permanente, como sucedió con las “medidas extraordinarias de seguridad” de los gobiernos de Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén. Esto podría ser mediante el ritual legislativo de prorrogarlo mensualmente o instaurándolo mediante reformas de ley, como las ya realizadas al Código Penal y a las leyes de Proscripción de Pandillas, de Escuchas Telefónicas, de Telecomunicaciones, entre otras.
Para terminar, en este espacio de opinión creemos que un combate efectivo contra las maras puede hacerse sin estados de excepción, sin violentar derechos de personas inocentes y -desde luego- sin ocultar información, sin corrupción, sin shows mediáticos y sin propaganda electoral. Y proponemos hacerlo con políticas integrales de seguridad pública que combinen eficazmente persecución del delito, prevención de la violencia, rehabilitación y reinserción de delincuentes y atención integral a las víctimas de la violencia.
También consideramos necesario resolver las causas estructurales de la violencia relacionadas con la exclusión económica y las desigualdades sociales resultantes de la alta concentración de la riqueza, la falta de oportunidades para la juventud y la desatención de la niñez. La administración Bukele podría encarcelar a todos los miembros de maras, pero si no atiende estos factores estructurales habría nuevas generaciones de pandilleros en los próximos años.
*Periodista y activista.