Luis Armando González
Hay quienes, lamentablemente, tienen una visión de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina que no llega, hacia atrás en el tiempo, más allá de los años noventa del siglo XX. Además de esa cortedad de miras, se suelen fijar en las bondades de esas relaciones –juzgadas principalmente a partir de cooperación económica— obviando lo nocivo que fue, en términos sociales y económicos, el apoyo de Estados Unidos a gobiernos autoritarios, sin olvidar los costos de las intervenciones directas de ese país en las sociedades que las padecieron.
En la historia de las relaciones de Estados Unidos con América Latina pesa más lo negativo, visto desde el lado de las sociedades y de las exigencias de la democracia y de los derechos humanos, que lo positivo. Obstrucción de proyectos de justicia, golpes de Estado, deterioro institucional, sostenimiento de gobiernos represivos, asesoría y acompañamiento en prácticas de terror, dotación de armas para la destrucción de comunidades… y la lista puede seguir1.
La deuda de Estados Unidos con las sociedades latinoamericanas –con la destrucción y la muerte generadas bajo sus auspicios en el pasado reciente– es tan grande que agradecer su ayuda financiera en el presente, obviando ese pasado, es signo de una ceguera imperdonable.
Lo mismo que es imperdonable exigir sumisión incondicional a sus decisiones en política exterior en virtud de la ayuda que se recibe actualmente, como si ese país no tuviera responsabilidad alguna en la configuración de nuestras naciones y en muchos de sus males institucionales, políticos y económicos.
Que quede claro: Estados Unidos no es el único responsable de la historia de dolor que ha marcado a América Latina en el siglo XX, pero sí jugó un papel importante apoyando, entrenando y financiando a regímenes que causaban ese dolor.
El caso de El Salvador en los años ochenta es emblemático: los asesinatos más crueles cometidos en este país en contra de personas indefensas fueron obra de militares entrenados y financiados por Estados Unidos. Así que, en vistas de ello, cuando la embajadora de Estados Unidos en El Salvador opina sobre nuestros problemas, tenemos todo el derecho criticarla, si no estamos de acuerdo con lo que sostiene, y es hasta bochornoso sostener que al hacerlo se es poco agradecido con su gobierno, dada la ayuda que se recibe del mismo. El nuestro, y otros muchos países de la región –quizás la mayoría— necesita de la ayuda de Estados Unidos, pero ello no significa sumisión incondicional a sus designios ni desconocimiento de la gran deuda de ese país con el pueblo salvadoreño en razón de su complicidad con quienes destruyeron comunidades y realizaron crímenes de lesa humanidad.
Las amenazas de Estados Unidos a Venezuela son el ejemplo de un intervencionismo que en el pasado causó dolor y no contribuyó a que las sociedades del continente fueran mejores. Estados Unidos no tiene ningún derecho, ni solvencia moral, para dictaminar qué es o no es la democracia, o cuáles son los gobiernos legítimos o ilegítimos.
Que apele a los derechos humanos (o a la democracia) cuando en el pasado reciente gastó millones de dólares en sostener a gobiernos autoritarios y violadores de los derechos humanos suena a pretexto para imponer sus intereses y visión de las cosas, tal como lo hizo en otros tiempos. La tesis de que América Latina es su “patio trasero” sigue teniendo vigencia. Desde esa tesis, lo importante no es si los gobiernos de la región son democráticos o no, si no si son sumisos a Estados Unidos. Eso explica por qué su complicidad con gobiernos títeres de sus designios, que en el siglo XX generaron terror y muerte. Eso explica también su rechazo al gobierno venezolano.
Por supuesto que hay quienes, apelando a las bondades de la ayuda estadounidense en el presente, ven con malos ojos cualquier crítica a su política con Venezuela. Volvamos al argumento previo: es tal la deuda histórica de Estados Unidos con los pueblos latinoamericanos que su ayuda actual no solo es insuficiente, no solo para sanar las heridas dejadas por su complicidad con gobiernos criminales, sino que le impide apelar a cualquier respaldo moral o político en el presente. En realidad, América Latina le debe poco a Estados Unidos.
Independientemente de la forma cómo se valore el desempeño del gobierno de Venezuela, por decencia y respeto a la memoria histórica de quienes padecieron los errores de la política exterior de Estados Unidos no se puede aceptar que este país siga en la mismas de siempre, imponiendo o deponiendo gobiernos, o lanzando amenazas por doquier. América no es igual a Estados Unidos. América Latina no es su patio trasero ni sus naciones un espacio en los que ese país puede realizar sus designios sin resistencia ni protesta.
Dicho lo anterior, es preciso hacer algunas aclaraciones pertinentes. En el texto se ha usado “Estados Unidos” para hacer referencia a los gobiernos de esa nación, los cuales han cometido desatinos extraordinarios en sus relaciones con América Latina. Hay que distinguir, por tanto, al gobierno de Estados Unidos del pueblo estadounidense que muchas veces ni se ha enterado de los desaciertos de sus gobernantes.
También es oportuno destacar que las relaciones del gobierno de Estados Unidos con los gobiernos de la región ha sido variable, lo cual ha dependido de la sumisión o no de estos últimos. Casi invariablemente, los gobiernos de Estados Unidos han sido intolerantes (y en buen número de casos, agresivos) con gobiernos que han buscado independizarse de su tutela. En situaciones límites, los gobiernos de Estados Unidos no han dudado en intervenir militarmente y derrocar a los gobiernos insumisos, para luego imponer a gobiernos hechos a su medida.
En ese juego de imposiciones o deposiciones, las sociedades han sido las grandes perdedoras. Desde México, pasando por República Dominicana, Guatemala y Granada, hasta Nicaragua y Panamá, las intervenciones militares de Estados Unidos (ordenadas por los gobiernos de ese país) han sido dolorosas y costosas para la gente que las padeció. La deuda de Estados Unidos con esta gente –con quienes sobrevivieron al terror de las tropas invasoras— es impagable.
En definitiva, es importante refrescar la memoria en esto de las espinosas relaciones de Estados Unidos (sus gobiernos) con las sociedades y gobiernos de América Latina. No todo ha sido miel sobre hojuelas… ni lo sigue siendo. En el caso de El Salvador, la cooperación que se ha recibido después del fin de la guerra civil, o las oportunidades dadas a miles y miles de migrantes (que por cierto no reciben nada regalado, sino que trabajan duro para sobrevivir) no debe ser óbice para pasar de largo sobre su papel en el terror y la violencia estatal de la década de los ochenta, o para justificar o ser cómplices de sus arrebatos intervencionistas, en el presente, en contra de Venezuela.