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ESTAMPAS DE LA VECINDAD

Myrna Solano

Escritora

Son las 4:00 de la mañana y como todos los días y a la misma hora se escucha a lo lejos el camión que sitia el pequeño vecindario, en una de las colonias olvidadas del gran San Salvador. Son los años 80´s en aquel  apartado lugar de la ciudad donde el tiempo fluye sin mayores sobresaltos, donde la vida transita sobre una empedrada calzada de empañada a veces por el polvo que se desprende de sus veredas tranquilas donde es común en tiempos de lluvia, escuchar el canto sonoro de las ranas y sapos en los pozos de algunas de las casas. Desprovistas de arquitectura sus casas albergan la sencillez propia de su gente que se provee de la belleza natural que rodeaba sus caminos con vastos izotales, pascuas rojas y blancas y demás flores silvestres propias de la región.

El  canto empedernido de la música campirana transpira por las paredes del caserío despertando a todos por igual, entre ellos a  los sorbeteros, hombres muy sencillos y trabajadores, que se aprestan a bajar del camión las marquetas de hielo para iniciar la faena; elaborar los sabrosos helados artesanales de coco y tamarindo.  A las 4:30 de la mañana, el camión del hielo se aleja y los silbidos de los hombres se pierden entre los escombros de la noche que agoniza ya; van cargando sobre sus hombros la esperanzas de un buen tiempo, y con ellos la ilusión de verter en cada copo de hielo la tersura de los frutos del campo, y en sus bolsillos la bendición que les lleve un poco de sustento con cada trozos de hielo sobre sus hombros

El canto de los gallos desespera a la Nandita, una viejecita de voz quedita y dulce mirar quien vive dos pasajes abajo de la casa de Lolita, una mujer incansable sin más tesoros que dos hijas que la vida misma le habría de dar, así de fácil. A las 6:00 AM, los vecinos como hormigas  se dispersan a sus quehaceres  o a la escuela. El aroma de café de palo que se cultiva detrás de los caserones de bahareque escapa de entre los poyetones de las casas, y con ello también las estelas de humo de las cocinas de leña de sus habitantes. Lolita y su madre Cristina le contemplan con desesperanza. El alba una vez más las ha sorprendido de nuevo sin un centavo en el delantal, sin un trozo de leña, sin un grano de maíz para las tortillas y los ojos curiosos de las dos chiquillas pronto asomarán a la cocina a pedir el desayuno. Tras aquel breve instante de zozobra, la abuela alza la mirada hacia la pared de lámina cubierta de negro y macilento hollín para descubrir el único racimo de guineos maduros que pende de un lazo y dice:

_ ¡Cocínate unos guineítos sudaditos con canela, las cipotas tienen que ir a la escuela! Lolita se apresura mientras piensa que quizá mañana será mejor, quizá alguien querrá comprarle los manguitos mechudos o los guineos verdes que descoyan de las matas de huerta  o quizá alguien querrá comprar el par de gallinas coloradas que aun duermen en el limonero que esta frente a la mesa del pobre comedor.

Es octubre y la mañana fría avanza presurosa, enredándolo  todo a su paso; los barriletes como el verano ya anuncian su llegada agrietando la piel curtida de sus habitantes y los otoñales labios de los chiquillos. Es  momento de peinar a las dos chiquillas, cuya mirada inquisidora asoma por la puerta de hojalata. La abuela y la madre se encargan de atar las abundante cabelleras oscura con delgadas piezas de mezcal o un par de colitas de macho que cada navidad la madre adquiere para sus hijas en la tienda de la niña Chave. Con los zapatitos relucientes, las calcetas blanqueadas con gran cuido y el uniforme planchadito con esmero se dejan entrever por los agujeros de la roída puerta de la casa. Pronto partirán a la escuela y tendrán hambre de nuevo, piensa Lolita.

En un instante, y recordando el suave aroma de la canela espumeando sobre los guineítos sudados en una olla cóncava y ennegrecida por el uso, las chiquillas se aprestan a salir con otros tantos chiquillos rumbo a la escuela. El toque de la campana les provoca una risa nerviosa que contagia a los demás chiquillos y alegres todos corren; atropellándose entre sí mientras el himno nacional se escucha a lo lejos,  saludando al nuevo día.

Cristina, la abuela se detiene a contemplar el patio que como de costumbre ha sido cuidadosamente barrido por las chiquillas antes de partir a la escuela mientras Lolita recuerda sus sueños prohibidos. La vida pesada y monótona transcurría entre la esperanza y el infortunio para las dos mujeres en aquel hogar matriarcal. Después de un rato ambas desayunan lo poco que queda mientras el brebaje obscuro se revuelve de malicia en la olla tentando el paladar.

-Prepárate  la venta, quizá hoy logres vender algunas naranjas y guineíllos para comprar  maíz y juntar algunos  centavos le dice Cristina a su hija. ¨ ¿me estas oyendo? ¡apresúrate!

Lolita se levanta, toma el canasto y lo rodea de hojas de huerta y coloca sobre él las naranjas que con su fragancia y color le dan un toque hermoso a la empobrecida escena. Con una toalla, se dispone a preparar un yagual que luego  coloca sobre su cabeza cuando unos toques a la puerta la detienen.

¿Quién es? _ Pregunta la abuela.

Al otro lado, Chepe, un viejo doblado por los años responde:

_Soy yo. El zapatero, ¿No tendrá unos huevitos de pata la patroncita? _ Deme seis por favor de Dios.  -Por vidita suya.

En aquellas palabras la abuela vería pronto la respuesta de Dios a sus plegarias, mismas que cada mañana la llevaban a rezar incansablemente  de pie junto a dos imágenes religiosas que decoraban su habitación. Era fácil a veces pasar de la incertidumbre a la bendición. Decía:

_Déjeme ver en los nidos de las patas. _ Contestó la abuela, sin abrir la puerta. De pronto el escándalo de las patas se deja escuchar en la vieja casa y con ella se alza también  una inmensa polvareda mientras la abuela busca en el excusado los huevos que habría de vender. Las patas y sus crías torpemente corren por doquier mientras la mujer recoge aquellos diez hermosos huevos de pata tan blancos como la espuma del mar en las manos del océano, y luego de contemplarlos con tal cómplice alegría los  extiende al comprador, quien espera tras la vieja puerta.

_ ¡No patroncita, sólo quiero seis! ¡No me ajusta para más! ¡Nuhay clientes todavía!

La abuela le responde: -¡llévelos ustè! . Luego viene la Martina y no tendré más!

-En ese caso- ¡Déjeme ver! responde el viejo, al tiempo que busca algunas monedas extras en sus mugrientos y desgastados bolsillos. Y extendiéndole el dinero que encuentra le replica:

_ Solo esto tengo, le daré el resto al final de la tarde cuando haya arreglado más zapatos.

Está bien, sólo no lo olvide, contestó la abuela.

Gracias niña Cristina, es ustè un ángel de Dios se le oyó decir. El viejo se alejó silbando una vieja tonada y a ratos, complacido cantaba:

“Quién te dijo que pelaras el guineíllo, viejo fello, barrigón” para luego, rascándose la panza y quitándose el sombrero continuar cantando: “Que se mueran los fellos, que se mueran los fellos, que se mueran todititos, toditos los fellos que se mueran. Yo, yo, yo no soy muy fello pero si nadie me quiere, ni modo también yo me voy a morir¨. Su canto sólo lo interrumpiría la dulce voz de una niña al decir: _ Adiós don Nayo. Muy día le dé diosito, la preciosa niña corría despreocupada con su bolsita de colores en busca de las mariposas que sobrevolaban cada mañana  atraídas por el sortilegio de aroma de las flores que poblaban la zona. Don Nayo prosiguió su canto seguro de que en ese vecindario al lado de su cajita de zapatero tenía su dignidad de gentil luchador y el cariño de su gente; aun cuando él era un foráneo en el lugar.

La vieja puerta de hojalata se cerró dejando escapar tras de sí un estridente chillido. Con un colón en su delantal la Niña Cristina tenía la bendición para vivir ese nuevo día y como una chiquilla confiada en las manos de un padre se dibujó en el rostro la señal de la cruz mientras Lolita se alejaba  con el canasto pregonando: ¡Naranjas!, ¡guineíllos, quiere!  Naranjitas, guineítos verdes le llevo.

El pregonar de Lolita se perdería con sus pasos mientras a lo lejos se escuchaba  algún vecino decir: ¿Por qué no los regala? -Ustè tiene las matas de huerta. ¡Debería regalarlos!

Ver también

Ilustración de Iván Alvarenga. Sin título. Portada Suplemento Cultural Tres Mil, sábado 14 diciembre 2024