Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor
suplemento Tres mil
Me dijeron que me rindiera, que me dedicara a algo más útil. Incluso en ocasiones escuché decir que barrer era más importante que leer y escribir, lo que considero mi vocación. Y bueno, al final no hice caso y heme aquí tipeando en el tecleado estas líneas que al final serán la entrada de mi columna semanal. Escribir no solo es un oficio para mí, representa mi vida y mi deber ser; algo que no puedo explicar, pero lo siento. Dejar de escribir sería como suicidarme, y en los breves momentos que lo he hecho representa mayor castigo que los mencionados por Dante en la Divina Comedia.
En el mundo de las comunicaciones se conoce la importancia del lenguaje, de lo imprescindible que resulta la palabra. Unas sílabas pueden ser la diferencia del triunfo o la derrota. Incluso los políticos lo saben (no me van a dejar mentir), por ello tienen equipos que les elaboran discursos y miden sus palabras en campañas hasta el punto que contratan o solicitan apoyo de escritores para que les hagan algún discurso, que después arruinan cuando lo emiten porqué no comprenden la belleza de la preceptiva literaria. Así es esto de la vida en que todo tiene un precio. Sin embargo para un escritor lo imperante no es el dinero, sino el hacer y ser. El acto de escribir lo representa todo, ya no se diga el proceso que conlleva. Un escritor que busca enriquecerse en realidad es más un comerciante que un verdadero escritor.
Ser escritor es ser generoso en un país como el nuestro, porque brindamos nuestro trabajo en muchas ocasiones con el único deseo de contribuir o de que nuestro nombre aparezca en alguna página. Si publicamos libros casi siempre terminamos regalándolos, sobre todo a los amigos y familiares que no tienen consciencia de que la edición nos costó lo que ganamos en seis meses de salario o más. Pero, ¿Qué le vamos a hacer? Nuestra cultura no impulsa de forma adecuada el habito de la lectura, y los que amamos las letras apenas somos unos cuantos personajes que por lógica no representamos ni el diezmo de la población total. Cuando sabemos que un país que no lee, no se desarrolla.
A pesar de todas las contradicciones y dificultades que implica el oficio seguimos escribiendo, en ese oficio de salario donde las autoridades estatales no siempre nos respetan, donde la Dirección de Publicaciones e Impresos (DPI) no tienen un plan ni la disposición de publicar un pequeño grupo representativo de nuestras letras y demora años en publicar algún libro, nuestros literatos ancianos no reciben reconocimientos del Estado, los olvidan. Tenemos escasos premios literarios emitidos por el Estado, que aunque ayudan a veces resultan muy cuestionados por declararlos desiertos o por las sospechas de objetividad de los jurados o las mismas autoridades. Pareciera que es más sano dedicarnos a cualquier otra cosa. Incluso los colegas que escriben se aglutinan en grupos que combaten a capa y espada contra otros porque no les simpatizan, porque no son afines políticamente, por lo que sea. Y luego viene lo peor: la envidia. Muchas veces en lugar de alegrarnos por quienes obtienen un galardón, nos molestamos y cuestionamos su premio. Es triste el panorama.
En definitiva tenemos mucho que aprender como sociedad, pero mientras eso sucede, nosotros los escritores (a pesar de nuestros múltiples defectos) seguiremos escribiendo por la sencilla razón que para nosotros representa nuestra vida y lo único que tiene sentido.