@renemartinezpi
renemartezpi@yahoo.com*
Aquí está, viagra ante ustedes, todo lo que soy, que es como responder: ¿quién soy? Aquí está sin más artificio que la exhumación arqueológica de mis deseos y utopías sociales privadas, las que siempre han sido de público dominio porque nunca pude desterrar la clandestinidad de mis ojos ni deletrear mi nombre real sin usar las vocales irreales de mi pseudónimo (¿o será al revés?), ni cómo sentenciar mis palabras sin hacer emigrar sentimientos, ni cómo escoger el color de mi camisa obviando el rojo. Esto es todo lo que tengo (tres pulseras y una computadora); todo lo que soy; todo lo que sueño y amo; todo lo que odio; todo lo que valgo en un país donde lo que vale es el dinero y tener un carro del año. Lo llevo siempre conmigo -a todos lados, a toda hora, en todo suspiro, en toda tentación roja y originaria- colgado de mi escuálido pecho como si fueran las medallas absurdas que otorga la vida por los servicios prestados, ad honorem, en su meritísimo nombre o por no morir antes de tiempo a pesar de ella misma.
Lo llevo todo en mis palabras y mi piel porque no conozco mejor humilladero que la historia mundana, ni mejor malecón de la conciencia política que los sueños colectivos; ni mejor recordatorio que la autopsia diaria de las injusticias de una sociedad envenenada y envenenadora que tiene más cucarachas que humanos, y por eso ellas son las que, vitaliciamente, se adueñan de los rincones políticos y los gremios espurios… y por eso su tipo de dignidad es la válida; y por eso hablan de recuperar a El Salvador.
Esto y nada más. Registren mis bolsillos rotos para comprobarlo; revisen mi cuenta de ahorros para corroborar que no pasa de dos dígitos. Esto y mis sueños indecibles de vuelo que se revuelcan en los floridos escondites del recuerdo, como si fueran niños incansables jugando a ser viento y mar; jugando a ser niños con niñez, navidades y padres reconocidos, lo cual es imposible, casi una locura, en un régimen que los condena a retozar en la basura sin perder la sonrisa y a combatir el frío con el tiritar frenético de sus cuerpos sin carne y un bote de pega.
Esto y mis huellas que se acostumbraron a no espantar las mariposas de los caminos secretos del cerro ajeno que me hicieron: comprender qué significa tener los años de todos y ser el siempre sospechoso de todo por el simple hecho de no tener nada… por eso engrapan mis bolsas al entrar a un almacén o me registran al salir del trabajo; comprender qué significa perder un unicornio azul en las murallas fascinantes de Alejandría. Huellas que se prenden de mis pies descalzos como si las pobres tuvieran miedo de quedarse huérfanas y circulares deambulando taciturnas en el laberinto sin centro de la conformidad tutelada por quienes oxidan el oro que estafan a los pobres y le embargan los sueños a los niños fantasiosos que fuimos.
Esto y mis risas indómitas que se enredan (en el menor descuido del anémico carcelero cuya foto -tamaño cédula, blanco y negro- aparece en el álbum familiar que fue desenterrado de los escombros del mesón que se desplomó en el último terremoto) en las hojas más altas del árbol más alto para tocar el cielo con las manos sucias y así sentir su respiración minuciosa y fosforescente sin pedirle perdón a nadie. Mis risas paradójicas que rompen los barrotes de la prosa cuando se prenden de las caritas de quienes tanto amo desde que los amo; que se autoexilian cuando veo a niños mugrientos y unánimes disputándose un trozo de pan con ratas mejor alimentadas y mejor vestidas que ellos y entonces la risa –ah, solidaria empedernida- se trueca en llanto cuando llega a la conclusión de que no es motivo de risa que existan más ministros neoliberales que maestros devotos; y más acusados que jueces; y más políticos sifilíticos que tortillas en la mesa; y más mandamientos que pecados; y más gremios que agremiados; y más mañosos que estudiantes universitarios; y más hipócritas que pensadoras.
Esto y mis secretos confesos que se refugian, herméticos y esquizofrénicos, en la sombra precoz que –tan solo ayer- tracé con pólvora libertaria para dejar caer –hoy- sus semillas utópicas en los surcos nuevos que voy abriendo neciamente a fuerza de tanta caricia susurrante, a fuerza de tanta palabra tirada sin esconder la mano para que sepan (dios y el mundo) que no es pecado mortal luchar por la justicia social; que no es una herejía ni un anacronismo decir “pueblo” con la garganta del pecho; que no son incurables enfermedades la corrupción y la conciencia asintomática; que no es motivo de vergüenza ni de marginación social la propia identidad; que no es un diagnóstico de locura tener el cerebro cundido de memoria y de luciérnagas furtivas.
Esto y mis días pretéritos que se disfrazan de anécdotas y leyendas rurales que confunden, las muy pícaras, lo real con lo irreal para sólo contar los momentos felices que codifican en el calendario de mi biografía sin citas a pie de página ni prólogos extensos, como si al negar los otros momentos, los momentos feos, jamás hubiesen existido… ese es el conjuro secreto que me han enseñado las mujeres que tanto me han amado sólo porque sí, sólo porque aquel niño prietillo se hizo hombre, sólo porque ese hombre se hizo pueblo, sólo porque ese pueblo se quiere hacer utopía.
Esto y mi agua que anda en busca de la sed del pueblo para hacer nacer el sorbo de los octubres felices; esto y mi pan que anda en busca del hambre del pueblo para dibujarle una sonrisa a su estómago; esto y mi cuaderno de sociología que anda en busca de la ignorancia del pueblo para enseñarte a escribir su nombre; esto y mi cara que anda en busca de sus manos para inventar nuevas caricias que permitan conciliar el sueño a pesar de la falta de leche.
Esto y mis palabras. Esto y nada más. No es mucho ¿verdad?, pero es todo lo que tengo, todo lo que soy, todo lo que sueño y amo, todo lo que odio, todo lo que valgo. No es mucho ¿verdad? Lo llevo siempre conmigo, por si tengo que salir corriendo de forma abrupta en busca de quienes tanto amo.
*Director de la Escuela de Ciencias Sociales, UES