Mauricio Vallejo Márquez
Vivir en El Salvador y jamás haber sido asaltado es una rareza. Sobre todo, para aquellos como yo que, nos movemos a pie o en autobús.
El primer asalto del que tengo memoria fue en la camioneta de mi mamá, cuando tenía unos cuatro o cinco años. Un sujeto introdujo su mano por la ventana del copiloto y me apuntó con la pistola en la cabeza. Mi madre atemorizada le dio la cartera, mientras yo estaba impresionado de ver una pistola de verdad tan cerca de mí, tanto que le decía: “¡Mamá, igual que en las películas!”.
Después escuchar de asaltos era normal. Una vez saliendo por la mañana con destino al trabajo y al colegio en 1987 nos atajaron dos sujetos con pistolas para quitarle el anillo de graduación a mi mamá y el resto de sus joyas. Me sentí indignado y por primera vez tuve unos feroces deseos de pelear con los asaltantes. Mi mamá me dijo que no, no valía la pena. Y la verdad es que sí, de por sí esas pobres gentes terminan en las cárceles o muertos en su gran mayoría, además de tener vidas complejas que los obligan a ello. Así que lo tomé con calma.
Pasaron varios años hasta que en 1994 me topé con un asaltante en la San Luis, sobre la Avenida Izalco. Iba a visitar a mi abuela Josefina cuando me topé con la sorpresa de que no estaba. Así que decidí continuar en el camino para llegar a mi casa. Ya había visto al sujeto, pero lo obvié. En esa época me fallaba el olfato. El tipo me pidió el reloj y después cambió de acera. Lo volví a ver unas dos ocasiones más y cometí la imprudencia de gritarle que si aún tenía mi reloj, pero el tipo se hacía el del atol Shuco.
En 1997 cuando era jefe de barra en el Colegio Cristóbal Colón me había encargado de reunir el dinero para las chumpas de la barra. No recuerdo la cantidad, pero eran más de mil colones. Hasta la fecha no comprendo qué me había motivado a andar siempre con el dinero en los bolsillos y no dejarlos en casa, por lo que había ido a visitar a Rafael Mendoza y al salir de ahí en la Colonia Montebello me detuvieron dos personajes con apariencia aguileña y desnutrida. “Dame el reloj, bicho”. Fue mi primera gran actuación, sabía que andaba más de mil colones en la bolsa. Me desabroché el reloj y se lo cedí como quien se desprende de algo que debe olvidar. “Sacate el pisto”, profirió a lo que yo respondí levantando los hombros y diciendo: “¿Vos crees que un bicho como yo va andar pisto”. Los dos mañosos se vieron a los ojos y me dijeron que me fuera. Caminé como si acabara de ver un afiche de película procurando que no se notara mi alivio.
Pasaron varios años antes de que volviera a toparme con ladronzuelos, pero un día, creo que fue en 2005 en la ruta 30 B tres tipos me rodearon. Yo iba leyendo Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke (1875-1926) en los asientos de atrás cuando me exigieron el celular. Llevaba un teléfono Nokia con radio, de esos que nadie quería. El tipo lo observó detenidamente, entonces me dijo que le diera el dinero. Saqué mi pistera que llevaba tres centavos. El tipo la tomó en balanza con la mano que portaba la hoja de afeitar, y tras intercambiar mirada con sus cómplices y percatare de que yo había vuelto a mi lectura decidió darme mis prendas con un “no hay nada bicho, hay disculpa” y se bajaron.
Ahora llevo la mirada atenta y procuro leer la mirada de las personas por la calle y los buses. En un país como el nuestro la incertidumbre es el pan dulce del café, infaltable. Solo espero el día en que esos pobre ladrones no se vean forzados a robar y a convertirse en victimarios y asesinos, y que el resto de ciudadanos no tengamos que andar con la expectativa y el cuidado de encontrarnos tamagases donde solo debería existir cotidianidad.
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