Por Tito Alvarado
En la cruda realidad de un país en vía de extinción, se ha logrado imponer el desprecio como política. Sucede que hace mucho, pero mucho tiempo llegaron invasores a un lugar que se dio en llamar Chile, nadie sabe si por onomatopeya del canto de un pájaro local o si por interpretar un sonido atribuido a una lengua, hoy muerta, que los entendidos dicen quería decir, el lugar más bajo. Entre mar y cordillera se extiende un territorio, en ese entonces poblado por gente gallarda y valerosa, es la gente de la tierra. En un principio ellos creyeron que los recién llegados eran una bestia desconocida de cuatro patas y dos cabezas. Tuvieron que matar uno de estos monstruos para saber que en realidad eran dos seres distintos y que uno era casi igual a ellos, solamente que en la cara tenían pelo y se cubrían el cuerpo con metales.
Los recién llegados venían con la nefasta idea de quedarse y someter a los aborígenes para saciar su sed de oro. Quiso la fortuna que en la mitología local no figurara ningún regreso de seres barbados ni de dioses idos, entonces los mapuches no tuvieron ninguna duda acerca de su deber, luchar a muerte por la defensa de lo que era y es suyo, la tierra.
De esa gesta nos queda el recuerdo, mañosamente olvidado, de una guerra sin cuartel que duró más de trescientos años. De allí nos vienen nombres como Colocolo, Caupolicán, Galvarino, Lautaro, Guacolda, Fresia: De allí nos viene una conducta ejemplar, que ya quisieran para sí los remedos de políticos que la descolorida patria de hoy produce.
También de allí nos viene la gracia y/o la desgracia de dos mundos aparte, formados por los descendientes de uno y otro bando. Los blancos entre comillas, afirmados en su desprecio hacia aquellos que en realidad debieran ser nuestro más alto orgullo, la gente de la tierra, los mapuches. Este desprecio es el sello distintivo de una clase, clase que en la realidad de este canto de pájaro o este lugar bajo, tiene la dudosa dicha de contar en sus rancios apellidos dos erres, también tiene el apelmazado mérito de preservarse en sus espacios privados: el clero, la clase política, los gerentes, los jueces, los dueños de fundos y los jerarcas de los aparatos armados. Nadie que no sea uno de ellos puede llegar a posiciones de mando en estas instituciones y si por esos “milagros de la vida” uno que piensa distinto logra llegar, los dueños del poder se las arreglan para cortarle el paso. La gente de la tierra en cambio fue “pacificada” a fuerza de metralla, cosa en la que el ejército del país tiene un triste historial. De aquellos tiempos de valerosa defensa de su derecho al usufructo de lo que era y es de ellos, les quedó el recuerdo de su grandeza y la esperanza de que un día recuperen su invadida tierra. Han pasado poco más de quinientos años desde aquel primer desencuentro con los huincas. En la historia de las españas hay el antecedente de que los moros vivieron en tierra ajena por espacio de siete siglos hasta que fueron expulsados, testimonio de aquel tiempo quedaron las silentes y magníficas construcciones cuya máxima expresión es La Alhambra.
Hoy cuatro mapuches asumen en sí, a riesgo de su vida, la dignidad de todos, Juan Carlos Huenulao, Florencio Marileo, Juan Marileo y Patricia Troncoso permanecen desde el 13 de marzo (2006) en huelga de hambre. Es el único camino que el sistema les impuso. Ellos fueron acusados de terroristas y juzgados al amparo de una ley antiterrorista, que permite, entre otras cosas, que los supuestos testigos estén acusando al amparo de una capucha que les cubre el rostro. De este juicio poco justo resultó una condena a 10 años de prisión y una multa millonaria para reparar los gastos de un incendio forestal de 100 hectáreas en diciembre de 2001. Necesario es decir que eran bosques de pino plantados por una empresa forestal en tierras mapuches. Habría que preguntarse qué ley le aplicaron al turista checo que produjo un incendio de bosque nativo en tierras del sur.