Luis Armando González
Sin entrar en mayores detalles, se puede decir que la ética es una la rama de la filosofía que estudia la realidad moral, es decir, la esfera del deber ser de las prácticas individuales y colectivas. La moral, así entendida, presupone marcos normativos que son justamente los que sirven de rasero para determinar el deber ser de las prácticas sociales. En el lenguaje común cuando se habla de ética –por ejemplo, cuando se dice “Juan Pérez es poco ético”— se hace referencia a asuntos morales, esto es, a la transgresión –como en el ejemplo de Juan Pérez— de determinadas normas morales. Es en ese sentido que usamos aquí la palabra “ética”: la usamos como equivalente a “moral”, a sabiendas de que en rigor aquélla es una disciplina filosófica.
Sobre la política también conviene hacer una breve aclaración: una cosa es la política como conocimiento (ya sea como “ciencia política” o como “filosofía política”) y otra la política como ámbito de ejercicio del poder estatal, con todas las implicaciones de coerción que ese ejercicio supone. La política que nos interesa aquí es esta última, y en las siguientes líneas se elabora una reflexión en torno a la valoración o juicio moral que se puede hacer sobre la política, si es que acaso se puede hacer alguno. Eso es lo que se discutirá a continuación.
Digamos, de entrada, que este tema no es puramente teórico o especulativo. Y es que en El Salvador –y en otros muchos países— la política y sus agentes (partidos, líderes políticos, jerarcas del Estado) son puestos recurrentemente en el banquillo de los acusados por su “inmoralidad”, “bajeza”, “oportunismo”, “ambiciones de poder”, “pragmatismo”, “afanes negociadores” y un largo etcétera. Una y otra vez se juzga a los políticos por obrar de formas ajenas a un deber ser (ideal), y por actuar apegados a las limitaciones (las propias y las de su momento) del es. No es este un asunto nuevo. La literatura política de todos los tiempos –y los escritos de los moralistas de todas las épocas— registran esta situación, a la cual se le han buscado distintas salidas.
`Esas salidas quizás se puedan resumir muy groseramente en tres: (a) la que sostiene la bajeza absoluta de la política y en consecuencia su incapacidad congénita para regularse por criterios morales superiores; (b) la que reivindica la autonomía de la política de cualquier criterio moral, en el entendido de que moral y política se refieren a ámbitos de la realidad distintos; y (c) la que sostiene que la política no es ajena a la ética, pero que la ética propia de la política tiene un carácter bien particular.
La primera tendencia se encuentra expresada en diferentes medios de comunicación, en entrevistas, editoriales y columnas de opinión. Sus portavoces siempre sospechan de los políticos y la política. Siempre ven lo lejos que los política están, en sus hábitos y costumbres, de político que ellos consideran inobjetable. La política es –dicen una y otra vez— pura suciedad. Y quien se mete a la política se ensucia. Son tan celosos de la moralización de la política que siempre están atentos a cualquier señal de bajeza, a cualquier error. Y una vez que esa bajeza o error han sido detectados, inmediatamente los proclaman como la confirmación de sus tesis. Mario Vargas Llosa –un autor para nada enemistado con las derechas— ha captado bien esta postura:
“¿A qué se debe que el mundo entero haya llegado a pensar aquello que todos los dictadores han querido inculcar siempre en los pueblos que sojuzgan, que la política es una actividad vil? Es verdad que en muchos lugares, la política es o se ha vuelto, en efecto, sucia y vil. ‘Lo fue siempre’, dicen los pesimistas y los cínicos. No, no es cierto que lo fuera siempre ni que lo sea ahora en todas partes y de la misma manera. En muchos países y muchas épocas, la actividad cívica alcanzó un prestigio merecido porque atraía a gente valiosa y porque sus aspectos negativos no parecían prevalecer en ella sobre el idealismo, honradez y responsabilidad de la mayoría de la clase política. En nuestra época, aquellos aspectos negativos de la vida política han sido magnificados a menudo de una manera exagerada e irresponsable por un periodismo amarillo con el resultado de que la opinión pública ha llegado al convencimiento de que la política es un quehacer de personas amorales, ineficientes y propensas a la corrupción… La frenética búsqueda del escándalo y la chismografía barata que se encarniza con los políticos ha tenido como secuela en muchas democracias que lo que mejor conozca de ellos el gran público sea sólo lo peor que pueden exhibir” (M. Vargas Llosa, La civilización del espectáculo. México, Alfaguara, 2012, pp. 133-134).
La segunda, se inspira en una cierta lectura de Maquiavelo, según la cual este autor reivindicó no sólo la autonomía de la política, sino el carácter de ésta como una actividad en la cual el fin justifica los medios. Si se entiende que el fin de la política es la conquista o conservación del poder político, esta postura “maquiavélica” lo que sostiene es que quienes aspiran o controlan el poder político pueden usar cuantos recursos les sean útiles –legales o ilegales, justos o injustos, honestos o deshonestos— para conquistarlo o mantenerlo. En este sentido, carece de sentido enjuiciar éticamente el quehacer político, o esperar de los políticos rectitud moral permanente en lo que hacen. Algunas veces quizás actúen rectamente, pero eso no se inspira en ningún imperativo moral, sino en la utilidad que eso pueda tener para sus fines. Igual harán lo opuesto si es de su conveniencia. Y es que el ser de la praxis política es el de la búsqueda del poder o su conservación por todos los medios posibles. Eso hacen los políticos, por lo cual es iluso esperar que obren guiados por principios éticos superiores o que sean, en sus prácticas, un dechado de valores morales. La política, en esta visión maquiavélica, es absolutamente ajena a la ética y a la moral. A los políticos se les debe enjuiciar no por su bondad, sino por la eficacia con la que usan los recursos a su disposición para alcanzar los fines que les son propios. Un texto que apuntala esta visión está en El Príncipe de Maquiavelo, en el cual se lee lo siguiente:
“Y en las acciones de todos los hombres, y máxime en las de los príncipes, cuando no hay tribunal al que reclamar, se juzga por los resultados. Haga, pues, el príncipe lo necesario para vencer y mantener el Estado, y los medios que utilice siempre serán considerados honrados y serán alabados por todos” (Maquiavelo, El Príncipe. Madrid, Espasa-Calpe, 2000, p. 121).
La tercera postura no niega que la política tenga una dimensión ética, pero se trata de una eticidad bien particular. Una de las figuras más lúcidas en esta tendencia es Norberto Bobbio, quien dedicó amplias reflexiones al tema. Ante todo, Bobbio insistió –siguiendo a Max Weber— en que cuando se habla de ética se tiene que hacer distinción entre la “ética de las convicciones” y la “ética de la responsabilidad” que apuntan a “universos éticos” distintos. En la primera lo que cuenta “es la pureza de intenciones y la coherencia entre acción e intención”, para la segunda, “la certeza y la fecundidad del resultado” (Norberto Bobbio, Teoría general de la política. Madrid, Trotta, 2009, p. 192). Es decir que en la ética de las convicciones lo que cuenta es la fidelidad a los principios, independientemente de las consecuencias, mientras que para la ética de la responsabilidad que se atiene la consecución de unos determinados resultados. De tal suerte que no se trata de que la política sea inmoral (o falta de ética), sino que se rige por unos principios éticos distinta a la del deber por el deber. En palabras de Bobbio:
“La así llamada inmoralidad de la política se resuelve, bien mirado, en una moral diferente de la del deber por el deber. La moral por la que se debe hacer todo aquellos que esté a nuestro alcance para realizar los objetivos que nos hayamos propuesto, toda vez que sabemos que, desde el principio, que seremos juzgados con base a nuestro éxito. Le corresponden dos conceptos de virtud, el de virtud clásica, para el que ‘virtud’ significa disposición al bien moral (contrapuesto al bien útil), y el de virtud maquiavélica, para el que virtud es la capacidad del príncipe fuerte y advertido que, haciendo uso tanto de la ‘zorra’ como del ‘león’, triunfa en el intento de mantener y reforzar su propio dominio” (Ibíd., p. 192).
Bobbio hace una lectura distinta de El Príncipe de Maquiavelo, una lectura menos “maquiavélica” que las que usualmente se hacen. Para el politólogo italiano, no es tan fiel la lectura de El Príncipe que destaca el lema “el fin justifica los medios” y entiende que se fin puede ser cualquiera que el príncipe (el político) se proponga. A Bobbio le gusta citar el siguiente texto de El Príncipe:
“Cualquiera puede comprender lo loable que resulta en un príncipe mantener la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia; no obstante, la experiencia de nuestros tiempos muestras que los príncipes que han hecho grandes cosas son los que han dado poca importancia a su palabra” (Ibíd., p. 120).
Los fines del príncipe –destacó Bobbio— son las “grandes cosas”, y es por su consecución que debe juzgársele. Lo cual quiere decir que aunque en términos generales los fines de la política no pueden fijarse de una vez y para siempre o que haya un fin que los incluya a todos, sí puede establecerse un fin mínimo de la política: “el orden público en las relaciones internas y la defensa de la integridad nacional en las relaciones de un Estado con los demás. Ese fin es mínimo porque es la conditio sine qua non para la obtención de todos los demás fines, por lo que resulta, lógicamente, compatible con ellos… Resulta lícito hablar del orden como el fin mínimo de la política, principalmente, porque éste es, o debería ser, el resultado directo de la organización del poder coercitivo” (Ibíd.). Los “maquiavélicos” creen que a los políticos debe bastarles con asegurarse ese poder coercitivo del Estado (ya sea cuando luchan por conquistarlo o cuando ya lo controlan). Bobbio –y quienes piensan como él— creía que eso no bastaba; en su opinión “el poder por el poder es una forma degenerada del ejercicio de cualquier forma de poder”. Y es que hay un fin más esencial en función del cual debe ponerse el poder coercitivo y todos los recursos del Estado: el orden social, el cual no se conserva y se reproduce si no se forjan los mecanismos de integración adecuados.
En definitiva, la política no es inmoral (o falta de ética) por definición. Su eticidad es bien particular, pues lo que debe juzgarse de los políticos no es su fidelidad a unos determinados principios, sino las consecuencias de sus acciones. Y esas consecuencias –los efectos de sus actos— deben ser coherentes con el fin mínimo de la política, como lo es garantizar el orden social y no tanto, como se cree, porque conquisten o se mantengan indefinidamente en el poder del Estado. Queda en pie el examen de cómo, en El Salvador, los políticos cumplen con la “ética de la responsabilidad” planteada por Weber-Bobbio.