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Europa naufraga en el Mediterráneo

Iosu Perales

El politólogo Sami Naïr (Tlemcen, Argelia, 1946) es un europeísta desencantado con la actual Europa, un defensor de los derechos humanos que denuncia su vulneración y no para de dar ideas para cambiar la vida de los pueblos. En su último libro Refugiados, publicado por Editorial Crítica, aborda con vehemencia un problema que está poniendo en tela de juicio los principios y valores fundacionales de la Unión Europea. Denuncia su carácter estrictamente economicista, su desunión, la ausencia de una política común para manejar el euro, y la necesidad urgente de una política común de fronteras frente a los fenómenos migratorios de nuestro tiempo, desde la aceptación de valores comunes que tengan en cuenta a los refugiados y a la demanda de solidaridad internacional.

Sami Naïr se muestra pesimista al afirmar que vamos por el camino contrario. Por eso reclama desde hace ya tiempo un gran debate sobre qué Europa queremos. Plantea la disyuntiva de actuar con los refugiados de manera civilizada o no civilizada como el dilema en que se juega el ser o no ser de Europa. Siguiendo a Naïr creo que en realidad este es un problema mundial, más allá de Europa, en la medida en que el último informe de ACNUR sobre Tendencias Globales nos asegura que a finales de 2015 un número de 65,3 millones de personas se encontraban desplazadas, en comparación con los 59,5 millones de doce meses antes. Atención, es la primera vez que se supera el umbral de 60 millones de personas obligadas a sobrevivir en refugios. ¿Qué hacer frente a semejante drama?

Sami Naïr propone una medida de urgencia: nos recuerda que tras la primera guerra mundial, en 1920, se dotó a los refugiados de un documento de tránsito, el Pasaporte Nansen, para poder circular libremente en busca de asilo. No es la gran solución, pero es una buena idea. Lo que no puede ser es mantener a los refugiados en campos de concentración a cielo abierto en las actuales condiciones infernales que padecen. Claro que ello supondría contar con una Europa abierta a la inter-solidaridad. Si con 512 millones de habitantes no podemos dar refugio a cinco millones es que algo va muy mal.

Hoy, tenemos a nuestras puertas a 4,9 millones de sirios de los que tres millones se encuentran en Turquía en condiciones durísimas, por las condiciones de la logística y la dureza del Gobierno autoritario de Erdogan. Además, Siria cuenta con otros 6,6 millones de desplazados internos. Irak, Somalia, Afganistán, son países que expulsan a ingentes cantidades de personas. Evito citar cifras mareantes que cualquiera puede encontrar en la web oficial de ACNUR. Pero hay que destacar que mientras países poderosos miran para otro lado, el pequeño Líbano acoge el mayor número de refugiados, un millón cien mil, en proporción a su pequeña población de 4,5 millones de habitantes.

La Europa que ahora protesta por el muro que pretende Trump para parar la emigración procedente de México, ha levantado siete alambradas por varios países, con una longitud actual de 1.200 kilómetros. Si la caída del Muro de Berlín fue acompañada de críticas a lo que había supuesto contra la libertad y dignidad de las personas, ahora, en pleno siglo XXI, los nuevos muros de alambre con púas ponen en entredicho las libertades en la Unión. Cuando se impide el ingreso a nuestro territorio de personas que huyen de guerras y de persecuciones se abren grietas anchas y profundas en los principios que decimos que importan. En Grecia, Macedonia, Eslovenia, Hungría, Croacia, Ceuta, Melilla y por supuesto en Turquía, se está enterrando los ideales de nuestra civilización. Europa enfrenta al fenómeno de los refugiados como si de una guerra se tratara.

Lo grave es que Europa no hace nada útil para dar respuesta a este problema a medio plazo. ¿Por qué no se esfuerza en una cooperación de desarrollo real en los países de origen? Proyectos que creen empleo y den estabilidad a poblaciones. ¿Por qué  no implementa programas de formación profesional de jóvenes africanos que incluyan apoyos a emprendedores? Programas que incluyan a jóvenes ilegales a los que se les garantice que puedan volver sus países y regresar a Europa para proseguir su formación. Sami Naïr se hace estas y otras preguntas y advierte de un tipo de migración que presenta tintes dramáticos: se refiere a la migración ecológica que pronto será más importante que la económica y que tiene que ver con la escasez del agua que está matando masivamente en el África Subsahariana.

El pensador europeísta, al afirmar que en los últimos  veinte años la política ha sido destruida por la economía que ha pasado el poder  a grandes polos macroeconómicos, advierte de un modo pesimista, es decir realista, que los políticos que tenemos ahora, salvo excepciones, no son capaces de pensar de modo distinto al economicismo imperante. Tal vez por eso espera que más pronto que tarde se produzca un choque eléctrico que ponga fin a la inercia dominante del eje franco-alemán y que en Francia o en Alemania llegue un gobierno que diga ¡Basta!

Mientras llega una nueva oportunidad para redimir Europa, se muere en el Mediterráneo. Desde 2014 ya son unos 10.000 los ahogados. Solamente en este año 2016, aún habiéndose multiplicado los salvamentos, ya son 3.800 los que han perdido la vida. Consintiendo semejante tragedia, Sami Naïr teme la caída de un proyecto que fue fundado no sólo para preservar la paz sino que también para avanzar hacia una civilización nueva, democrática, tolerante, inclusiva y solidaria. Dice: “Si seguimos en este camino Europa va a desaparecer. Eso lo tengo totalmente seguro, la globalización se va a tragar a Europa”. Sin embargo hace un guiño al optimismo cuando añade: “Europa es muy viva políticamente. Avanzamos a base de crisis. Tendremos cada vez que plantearnos la cuestión de elegir civilización o barbarie, como sucede con los refugiados”. No cabe duda que Europa está a la espera de nuevos liderazgos. Los actuales son mediocres y serviles a los grandes poderes financieros.

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