Felipe Portales
Tomado de Agenda Latinoamericana
Hacia el final del siglo XIX todo indicaba que el mundo se encaminaba hacia una catastrófica conflagración bélica global. Las grandes potencias europeas se enfrentaban de manera creciente en una insaciable competencia imperialista por la adquisición de colonias en ultramar y por quien conquistaba la mayor hegemonía en el propio continente europeo. Las amenazas de guerra y los conflictos efectivos surgían por doquier y la carrera armamentista terrestre y naval se generalizaba. Se imponía a parejas una cultura de creciente nacionalismo, chauvinismo y militarismo; y, a la vez, las élites mundiales disputaban en triunfalismo y en una actitud de total irresponsabilidad frente a los muy probables desastres que traería una gran guerra europea y mundial.
Pese a que se generó un creciente movimiento antibélico en las organizaciones sindicales europeas y en los partidos políticos de carácter socialista, la dinámica generada por los imperialismos rivales no pudo ser revertida; y, como es sabido, el mundo cayó en una gran catástrofe bélica. Además, aquello fue seguido por una segunda guerra mundial, más universal, mortal y desastrosa aún; ya que fue combinada con una guerra ideológica entre el comunismo y el fascismo.
Hoy estamos a nivel mundial frente a una nueva catástrofe inminente. Se trata del verdadero desastre climático que ya estamos sufriendo, pero que de acuerdo a las previsiones científicas puede llegar a destruir virtualmente la civilización humana. Ya vemos cómo las alzas de temperatura promedio y la enorme y progresiva contaminación atmosférica y del planeta están provocando gigantescos desastres naturales: sequías inéditas; desertificación de regiones enteras; monumentales pérdidas de glaciares y desprendimientos de hielos polares; profusión de tormentas de arenas, de lluvias intensas y granizos, de inundaciones y aluviones, y de huracanes y tornados cada vez mayores; dramáticas disminuciones de bosques y de la cantidad del agua; extrema polución del aire, tierra, ríos, lagos y océanos; extinción de especies animales y vegetales; gran mortandad de ganado; peligrosísima acidificación y aumento del nivel del mar; etc. Y todo esto está llevando ya a numerosas pérdidas de vidas humanas; a la inseguridad creciente de poblaciones; migraciones masivas por las nuevas situaciones de miseria consiguientes; y al riesgo cada vez mayor que sufren millones de seres humanos que viven en zonas costeras e incluso en islas virtualmente condenadas a desaparecer.
“Precisamente, el último informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas, en base a miles de investigaciones oceánicas, concluye que el derretimiento de los hielos y el aumento del nivel del mar ya son irrefrenables” (El Mostrador, Marco Fajardo; 26-9-2019); y su portavoz, la científica Lisa Speer, señala que “si no cambiamos, podemos enfrentar un futuro apocalíptico”, recalcando que “toda la vida depende del océano, si pierde su capacidad de sostenernos estaremos ‘fritos’” (Ibid.).
Asimismo, el último informe de la Organización Metereológica Mundial (OMM), destacó que “el quinquenio 2015-2019 va en camino a convertirse en el más cálido jamás registrado; que la cantidad de hielo que se pierde al año del manto helado de la Antártida se sextuplicó, como mínimo, entre 1979 y 2017; que desde el inicio de la era industrial, la acidez de los océanos ha experimentado un crecimiento general del 26%; y que en 2017 la concentración de CO2 en la atmósfera alcanzó el 146% frente a valores preindustriales (anteriores a 1750)” (El Mostrador, Marco Fajardo; 30-9-2019). Y el jefe del Programa Mundial Climático de Datos y Monitoreo de la OMM, Omar Baddour, especificó que “el aumento del nivel del mar se está acelerando lo que significa que el riesgo de inundación de áreas de tierra bajas está aumentando con el tiempo (lo que significa un peligro para el 20% de la población chilena que vive en áreas costeras)” y que “la combinación de aumento del nivel del mar, hace que las tormentas sean más devastadoras en las áreas costeras, dañando los puertos, instalaciones pesqueras y viviendas de los pescadores”. Agregó, que “el calentamiento de los océanos ya ha causado graves daños a la flora y fauna marina como los corales”, y que “esto tiene dramáticas consecuencias en la reserva y diversidad de peces. La reducción del nivel de oxígeno en el océano y la acidificación del mar afectan la vida marina como un todo” (ibíd.).
Baddour concluyó señalando que “estas no son buenas noticias para nada”, aunque añadió que “una drástica reducción en la emisión de CO2 y una rápida transición a una economía descarbonizada ayudarán a ahorrar tiempo y disminuir los riesgos de los escenarios más devastadores”. También, señaló que todos podemos contribuir significativamente a evitar la catástrofe:
“La única manera de revertir la tendencia es disminuyendo la demanda de carbón antes de alcanzar el punto de inflexión de muchos indicadores climáticos, que se encuentran en grado naranja, cuando no rojo”. Y que “la electricidad y la calefacción contribuyen con un 25% de las emisiones de CO2, el transporte entre 14% y 25%, y la industria en un 20%”, por lo que “la gente común puede optimizar el uso de estos factores” (ibíd.).
Evidentemente que el factor de fondo de este nefasto proceso lo constituye el modelo de desarrollo de un productivismo extremo y de maximización ilimitada de ganancias privadas que los grandes poderes económicos han logrado establecer mundialmente desde la Revolución Industrial. Ha sido tal el poder político y la hegemonía cultural que aquellos han conseguido, que, pese a que desde hace décadas ha habido crecientes evidencias científicas del progresivo desastre ecológico de dicho modelo de desarrollo, éste se ha mantenido virtualmente incólume, conduciéndonos al borde del apocalipsis planetario.
Por cierto, que no será para nada fácil salvar la civilización. La tendencia de quienes acumulan poder y privilegios es a mantenerlos por cualquier medio y tenderán a convencerse a sí mismos de que las evidencias científicas no son tales o, que al menos, son muy exageradas; por lo que considerarán que cambios menores dentro de la conservación del mismo modelo de desarrollo, bastarán para evitar el desastre y permitirán que la humanidad continúe con el creciente progreso material experimentado efectivamente desde hace dos siglos.
Por otro lado, buscarán desacreditar a los científicos como exagerados y, especialmente, a quienes lideren una lucha para hacer efectivo lo antes posible el cambio del modelo económico vigente. Ya estamos viendo cómo ha empezado una despiadada campaña de desprestigio en contra de la voz mundial más connotada en este sentido: la de la adolescente sueca Greta Thunberg, que se ha ganado la admiración mundial por su notable liderazgo en la materia. Y, por cierto, en la medida que se fortalezca un movimiento mundial por el cambio del modelo, las resistencias de los principales detentadores del poder y las riquezas aumentarán significativamente.
Además, que en los últimos dos siglos se ha consolidado un pensamiento, pretendidamente científico, que le ha atribuido a la búsqueda de maximización del beneficio personal -por sobre cualquier otra consideración- una excelencia dogmática. A tal punto, que dicha búsqueda egoísta redundaría misteriosamente en el máximo bien común obtenible. Este pensamiento liberal-individualista se ha querido hacer pasar con notable éxito como una ciencia, como “la ciencia económica”. En esto desempeñó un papel fundamental el considerado padre de esta disciplina, el pensador escocés Adam Smith (1723-1790).
Pero más grave aún, en el último tiempo se ha dado una tendencia global en el ámbito de la “centro-izquierda” a ir aceptando cada vez más esta visión liberal individualista. Esperemos que, al menos, producto de la terrible pandemia que hoy sufre el mundo saquemos como lección que tenemos que sustituir rápidamente el modelo económico que nos está llevando a la catástrofe de la civilización. Para el calentamiento global no habrá ninguna “vacuna” que nos salve. Estará solamente en manos de nuestro libre albedrío.