Carlos Burgos
En la prosalegre anterior hablábamos sobre las técnicas de TV. Educativa. El maestro inglés doctor Leo Lesch nos exigía exactitud inglesa. Nos costó sacudirnos la hora salvadoreña, see dominada por la costumbre de llegar a compromisos en un rango de quince minutos o más.
Aprendimos a valorar el tiempo y a contrarrestar las variables intervinientes. En la grabación de un teveprograma no podíamos darnos el lujo de movernos en un rango de veinte segundos. Teníamos que ser exactos. No quedar cortos ni alargarnos con el tiempo. Ni un segundo más ni un segundo menos. Esto de la exactitud exacta era tremendo. Debíamos compenetrarnos psicológicamente del transcurrir. Sentir el tiempo, vivirlo segundo a segundo, aprender a contarlo con el cuerpo, las manos, los ojos, la palabra técnica.
Todos los cargos tenían su dificultad, pero consideré más complejo el de Realizador que equivalía al de Director-Productor, era el de la batuta antes y en el momento de pregrabar. Y no me van a creer: este cargo es el que me gustaba. Lo fácil no me llamaba la atención, y me puse las pilas para comprender el secreto de tal responsabilidad, de modo que llegué a producir micros de treinta segundos exactos, después cortos de cinco minutos y enseguida cortometrajes de media hora. Cada uno es un teveprograma completo. Se pudiera creer que los de treinta segundos son más fáciles de producir. No es así. Son los más difíciles, son gotas de esencia, lo que en publicidad llaman spot.
Para ser Telemaestro se requería cualidades histriónicas. Tener conciencia de la presencia de la cámara que representa al televidente. Hablar al lente con afecto porque detrás está el receptor como sujeto de persuasión o de información. Mostrar seguridad en lo que se dice, esto implica dominar el tema y tener habilidades de comunicación.
En cuanto a la presencia física del Telemaestro se prefiere término medio. No ser un adonis ni tampoco asustar al receptor. A veces la televisión magnifica algunas cualidades o defectos, y otras, los reduce. En ambos casos, el maquillaje, la iluminación y la actuación contribuyen a mostrarlos en el punto justo, con una voz audible y bien entonada. No se requiere la voz del locutor clásico de la radiodifusión ni la de un disc jockey.
Avanzábamos en el trabajo práctico con celeridad para estructurar las guías detalladas que eran los guiones. Esto implica ser creativo, poder redactar, conocer el tema, dominar la pedagogía y el lenguaje técnico televisivo.
Cada uno elaboramos un guion para veinte minutos y lo discutimos con los cuatro expertos que nos orientaban, por separado. El doctor Lesch era acucioso y exigente. Por cada párrafo me interrogaba: Bugos (Burgos), ¿pog qué? Y tenía que justificarle cada detalle: el contenido, las imágenes, la duración de cada secuencia, los cambios y movimientos de cámaras, la música de fondo… y otros componentes técnicos.
Ya se iban perfilando algunos compañeros como candidatos a ser seleccionados en los cargos de Telemaestros o de Realizadores. Yo había descartado ser Telemaestro, no porque me considerara feo, puesto que las cipotas me decían mi moreno guapo, sobre todo las blanquitas, pero cada uno conoce sus potencialidades.
Con rapidez capté la esencia del arte de la televisión y me olvidé de competir, entonces revisaba los guiones de algunos compañeros y les sugería cambios, ideas frescas, recursos a emplear. Aprendí a criticar sin ofender, en forma propositiva. Esto es difícil porque a muchas personas no les gusta que critiquen sus productos, pero desde el primer día de esta capacitación, el doctor Lesch enfatizó que la crítica es necesaria para mejorar los teveprogramas, y nadie debe enojarse por ella.
Lo anterior fue asimilado por los compañeros, pero algunos se ponían colorados cuando les hacíamos pedazos sus productos, pero sin «ánimus judiendo», puesto que buscábamos la obra perfecta que es ideal.
Después, en los recesos, bebíamos café con los criticados sin mencionar las observaciones, pero ellos las abordaban y aceptaban nuestro papel de criticones propositivos.