Alberto Pocasangre,
cuentista
El hombre, con cien libras de panza saliéndosele de la camisa, lo dejó subir. Saltó la máquina y gritó:
— ¡Dulces! ¡Diez por la cora!
Francisco va sentado al lado de un señor que duerme; boca abierta, cabeza ladeada, haciendo burbujas con los ronquidos.
— ¡Hola Fran!
— ¿¡Qué tal!? — Sonríe Francisco, empujando al señor que le cae encima —¿Por qué no has llegado a la escuela? La profesora pregunta siempre por vos…
— ¿De veras? — Víctor mira para todas partes, esperando que alguien compre. Después se mira los pies descalzos y fija los ojos en los zapatos gastados de Francisco — Es que… no he podido… casi no me queda chance… además…la última vez que llegué hizo examen de, de… de esa babosada para portarse bien ¿Cómo se llama?
— Moral.a
— ¡Sí! ¿Te acordás que preguntaba varias cosas… el respeto, la solida…no sé qué y la autoestima? y yo… yo no sé qué son esas cosas.— y riendo, muestra los huecos de enfrente.
— ¡Es fácil! Autoestima es respetarse uno solo.
—¡Vaya! yo no sabía y mejor ya no fui… ni me gusta…
Mentira. Extrañaba su escuela y a su maestra, quien lo trataba diferente a su mamá. Lo quería mucho y le decía que algún día llegaría alto. Su mamá, en cambio, bebía, insultaba, gritaba y lo echaba a la calle si no llevaba dinero. Pero la escuela era difícil. Su maestra decía que tenían que comer bien para sacar buenas notas, para no dormirse durante las explicaciones y Víctor tuvo vergüenza de contarle que solo comía una vez al día. No quería faltar, pero desde que la mamá se fue de casa a recorrer bares, Víctor dejó el cuarto grado para llevarle comida a Carmencita. Apenas alcanzaba para tortillas con sal, así que dedicó todo el día a vender. Muchas veces soñó con su grado, con el examen de Moral. En el sueño, tenía una hoja en blanco: «¿Qué entiende por autoestima?» le preguntaban. Y no sabía qué poner. El estómago se hacía un nudo ahogante y por la piel reptaban los nervios, cada uno con seis patas y mil dedos, prendiéndosele despiadados de la ropa, rompiéndola más de lo que ya estaba. Despertaba de un brinco y prometía no volver a estudiar, pero luego sentía un vacío. Un vacío infinito.
— ¿Querés unos dulces?
— ¿Qué? — el ruido del motor baña como baldazo de agua sucia el interior del bus.
— ¡Que si querés unos dulces!
— ¡Ah! … no. No ando pisto y mi papá no me va a dar.
— Yo te los regalo – y saca cinco dulces del paquete.
—Ojalá volvás a la escuela. Le voy a contar a la profe que te vi.
Salta del bus, arrepentido de haber regalado los dulces. Si su mamá los contaba lo iba a garrotear. No había comprado para la cena y ellas estarían esperando que llevara algo. Pensó comprarles pan y él comería cualquier cosa. Pero tenía hambre. Ese ardor infeliz que como una mosca le zumbaba en los oídos cuando estaba en clases. Sintió náuseas, se acuclilló y vomitó aire. Pensó comerse un dulce, pero recordó que había regalado demasiados a Fran. Esperó que pasara el vacío del estómago, apoyado en las rodillas, con el paquete en el suelo.
—Si hubiera sabido qué era la autoestima…— piensa.
En ese examen todos sacaron diez. Menos él. No importaba: llegaba tarde, incumplía tareas, salía mal… como otros del grado. Pero ese día todos salieron bien. Todos. Sintió pena. Cólera. Ese examen le enseñó la vergüenza. Se sintió acorralado. Entendió que sobraba y decidió no volver.
Agachado, ve en la esquina unas bolsas que los pepenadores y los perros han desgarrado, dejando un reguero. Se acerca esperando encontrar algo. No sería la primera vez. Registra despacio y encuentra unas tajadas de sandía medio podridas y las come. Son un manjar dulce, ácido. La náusea pasa, pero no el hambre. Sigue buscando entre los desperdicios. De pronto siente dolor, como si un cuchillo se le encajara en el pie, se agacha y distingue en la oscuridad una lata doblada; toca la herida: duele mucho. Se levanta renqueando, recoge el paquete y se mete entre callejuelas hasta la línea del tren. Su mamá está a la entrada de la champa, ebria.
— ¿Cuánto… vendiste?
—Tres dólares, mamá.
Carmencita llora en un rincón. Como un ratoncito. Como lloran los que van a morir jóvenes.
—¡Nunca servís… para nada! ¡Igualito… al perro del tata! ¿Trajiste… comida?
—No mamá, ya voy a la panadería…
— ¡Dame, yo voy!
— No mamá… usted se queda por allá tomando y la Carmencita no ha comido.
—Esa mona ¡sólo chillar le divierte! si ya es tiempo que te ayude a vender… ¡dame la plata!
Víctor quiere correr, sabe que su mamá tomada no puede alcanzarlo, pero el pie le duele furioso y siente cansancio, sueño y el vómito por salir. Los ojos de la mamá están rojos, pesados; mejor le da el dinero.
—Ya vengo… si tiene hambre… dale unos dulces con agua.
Sabe que no volverá. Le da entonces unos dulces a Carmencita.
Víctor sueña esa noche con el examen sin respuesta.
En la mañana tiene fiebre y el pie hinchado.
Va a vender, pero el dolor es infame. Su mamá vuelve dos días después con un señor azorado. Pregunta cuánto ha vendido y se va otra vez, dejando olor a resaca en la champa. Víctor, haciendo un esfuerzo sin nombre, se levanta con todo y fiebre y va a vender; pero el pie está muy hinchado, no puede subirse a los buses en marcha. Piensa en ir al Hospital Rosales, pero teme, ha oído que en los hospitales nacionales cortan piernas como primer recurso. Además, ¿quién cuidaría a Carmencita?
Esa noche fue terrible. Cuando despertaba, veía a Carmencita sentada a la cabecera. Soñó que estaba en el aula, con fiebre, pero liviano, contento. Que la maestra, bonita ella, le preguntaba que qué era la autoestima.
Después soñó que ella, su maestra bonita, llegaba a la champa a darle agua, mientras preguntaba a Carmencita cuánto llevaba así y dónde estaba su mamá. También decía que lo llevaría al doctor. La voz dulce de la maestra se convertía extrañamente en el ulular de una ambulancia.
Luego soñó que lo zarandeaban en un lugar grande y gris. De pronto el lugar era el grado y él, de pie, en medio, alegre y limpio. Limpio y descalzo, dispuesto a responder cualquier pregunta. Al fondo están sus amigos. Incluso su mamá, sobria, vestida de blanco. Se ve linda. No recordaba que mamá fuera tan linda. La maestra dice, sonriendo:
— Víctor, ¿podrías decirme qué es la autoestima?
Víctor sonríe. Hoy no tiene miedo. Está feliz porque sí sabe. Fran se lo había dicho en el bus. La autoestima es… es… lo tiene en la punta de la lengua hinchada y mientras quiere resucitar las palabras, un abismo se abre en el estómago, arriba de la cabeza, debajo de los pies mientras todo se oscurece. La autoestima es… era… está seguro que sabe. El tiempo pasa y la maestra va a preguntarle a otro, sí, a otro… ¡yo sé, yo sé, maestra! pero… Ella lo mira con dulzura, con la misma mirada de Carmencita… la autoestima es, es…no… No… Víctor llora, llora desconsolado, porque ya no se acuerda.
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