Gloria Silvia Orellana
@GloriaCoLatino
“Solo espero que me den los restos (Raúl Hernández) y darle una sepultura familiar, y así cierro este capítulo emocional, pero seguiré pendiente de todo lo que me indique la Fiscalía General de la República, en la investigación de los responsables del asesinato de mi hermano”, advierte su hermana menor, Olga Esperanza Hernández, quien acompaña la exhumación religiosamente tres días a la semana.
“Raúl era mi hermano menor y fue un niño muy inteligente, en aquel entonces, éramos bien pobres, vivíamos en el barrio Las Flores, de la ciudad de La Unión, y él ayudaba a todos los vecinos acarreando agua, haciendo mandados por una remuneración y así ayudar a mi mamá, su propósito, que mi mamá no trabajara tanto, y todo ese barrio lo conocían -siempre fue así- generoso e inteligente; les daba tutoría a los niños que estaban atrasados en la escuela. Luego decidió que quería estudiar medicina para ayudar a la gente, se graduó de bachiller e hizo las vueltas para entrar y se tardó como un año, porque solicitó una beca que la consiguió completa y después se pudo matricular e ingresó a estudiar medicina en la Universidad de El Salvador”, relató.
Olga, al reflexionar sobre la vida de su hermano como dirigente estudiantil, señaló que su calidad moral frente a situaciones de injusticia y derechos de las personas, fue un motivo indiscutible, para que ingresar al movimiento social que impulsaban los estudiantes de las distintas carreras profesionales de la Universidad de El Salvador, previo a los años de la guerra interna que se alargó por doce años, hasta la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992.
“Yo no estaba cuando llegaron dos muchachos no más de 15 o 17 años, quienes tocaron a la puerta y preguntaron -¿Aquí vive Raúl Hernández? hoy fue acribillado en Santa Ana, vayan a buscar información a derechos humanos- y salieron corriendo, esto me lo contó mi hija y mi hermana menor, tampoco estaba mi madre en ese momento, eran como las seis o siete de la tarde. Yo me había traído a mi madre de La Unión a San Salvador, porque ya trabajaba y proveía en el hogar. Raúl, al principio vivió con mi hermana mayor, pero luego se unió a nosotros (…) éramos cinco, había fallecido mi esposo y Raúl nos ayudaba con los gastos”, reseñó.
A la mañana siguiente, Olga y su familia buscaron la ayuda en la Comisión de Derechos Humanos, y luego fue Cruz Roja Internacional, quienes les explicaron que “por razones de agilidad”, necesitaban un voluntario de la familia para identificar a Raúl, en el lugar en donde ocurrieron los hechos, por la inseguridad que generaban los antiguos “cuerpos de seguridad”, muchas familias no se atrevían a buscar a sus familiares, por temor a ser capturados y desaparecidos posteriormente, que fue una práctica recurrente en esa época. “Yo decidí ir con la gente de Cruz Roja Internacional, y buscamos en donde nos dieron la ubicación, era la carretera de Los Naranjos, que es entre Santa Ana y Sonsonate, lo encontramos. Yo lo reconocí de inmediato, no estaba desfigurado, pienso que los balazos los recibió en la espalda, porque en su pecho tenía mucha sangre. A ellos (los otros estudiantes universitarios), a todos ellos, les dieron la Ley Fuga, eran entre quince o veinte muchachos que estaban casi juntos y mi hermano estaba un poco separado del grupo de ellos. Hubo un sobreviviente que le dieron un balazo en la pierna -quien dijo- que creyó que Raúl iba a sobrevivir, pero mi hermano le dijo que se salvara él, porque los disparos que tenía le habían tocado sus pulmones, eran todos unos muchachos el mayor no pasaba de 30 años y los menores de 17 años”, recordó.
Sobre el entierro de Raúl, ordenar los recuerdos de ese momento, es una cuesta arriba para Olga, tiene muy presente las gradas de la Facultad de Medicina, la fosa que habían preparado para su hermano y su compañero Carlos Arias, a quienes rendirían honores a su memoria y entrega al movimiento social, en donde pudo comprobar el respeto y unidad de sus amigos.
“Voy por él a Santa Ana y estando en la sede universitaria, me di cuenta que tenía un seudónimo “Marcos Agustín”, solo yo sabía que era Raúl y nos fuimos a la Funeraria Ibarra, allí unos muchachos nos dijeron que se iban a quedar por lo peligroso de la situación que podían llegar las autoridades del Gobierno. Yo solo les pedí permiso, para que dejaran que mi madre tuviera la oportunidad de verlo por última vez, antes de su entierro, me dijeron que les diera unos minutos para que lo prepararan, y que mi mamá no lo viera con sangre, ni que tuviera esa impresión. Y volví a insistir porque si mi madre no lo veía directamente, iba a vivir con la duda si había fallecido realmente, así que nos dijeron vayan a la Facultad de Derecho, llegamos y lo velamos todo el día”, recordó.
Para Olga, dentro de ese torbellino de dolor y terror que las rodeaba como familia, con el asesinato de su hermano Raúl, también existió la gratitud de la misa de cuerpo presente, para muchos de esos estudiantes asesinados que fue denunciado por san Oscar Romero, en la homilía de 9 de marzo de 1980, en Catedral Metropolitana, a la que llamó la “primera masacre de estudiantes”, señaló.
El Juzgado Décimo Primero de Paz de San Salvador autorizó la exhumación, luego de la denuncia interpuesta por Olga Hernández, y que inició el pasado 16 de enero, de Raúl Hernández y Carlos Arias, ambos enterrados en la plaza Salvador Allende, de la sede central de la Universidad de El Salvador (UES).
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