René Martínez Pineda *
Una de las principales inquietudes que he tenido -desde que inicié mi formación como sociólogo- es indagar si existe algo que se pueda llamar “sociología salvadoreña”, es decir una sociología que no sea una mala fotocopia de las tesis europeas, suramericanas o norteamericanas. Obviamente, la respuesta no tiene mucho que ver con el obsceno número de citas a pie de página en los ensayos epistemológicos, con el dato empírico por sí solo o con el hecho burocrático, sino con la información teórica y política generada dentro de lo que, como constructo sociológico peculiari, podemos llamar: el momento de la ruptura con la dictadura militar y el legado ideológico, identitario y de pensamiento social que la sociología ha impuesto (si acaso lo ha hecho) en El Salvador, entendiendo por pensamiento social el intento funcional y fundacional por resolver los problemas sociales de la forma más adecuada según el contexto histórico y las necesidades de la mayoría.
Esa complicada inquietud la compartimos quienes estudiamos sociología en medio de la guerra civil de los años 80 y, bajo las balas, buscamos encararla en el I Congreso Nacional de Sociología que realizamos en septiembre de 1987 (diez días después de que los Escuadrones de la Muerte desaparecieran a Salvador Ubau, dirigente sindical de los trabajadores universitarios, de la Universidad de El Salvador), en torno al debate latente sobre la existencia o no de un “sociologar” propio del país, o sea un poner a la realidad a escribir libros de sociología en lugar de poner a los libros de sociología a escribir la realidad; un caminar al revés para encontrarnos con la teoría y resolver el desencuentro teoría-práctica planteando el dilema: ¿sociología de la crisis o crisis de la sociología?; un debatir en el meridiano cero de la justicia social; un vivir en el pecado mientras la gente común y corriente vivía en la oración perentoria; un pararnos entre el cerro y la calle ensangrentada sobre una consigna sociológica como vecindad de una utopía en busca de autor y de árbol genealógico, sabiéndonos cerca del límite de la lucha revolucionaria y lejos del final de la misma.
Esa inquietud me surgió debido a mi militancia en el FMLN y por la lectura clandestina del Manifiesto del Partido Comunista (Marx), y a ello se sumaron: las masacres que sobrevivimos por ser tan anormales que podíamos sobrevivir en el desierto sin agua, a partir de las cuales comprendimos la lucha de clases y las clases de lucha; la sociología política de Monseñor Romero y de Gramsci como reo ausente; la pseudoconcreción de lo clandestino y el fetichismo concreto del funcionalismo; el imaginario social de Castoriadis, pero poniéndolo con los pies en la tierra y así superar su grotesca indeterminación como laberinto de la soledad; el existencialismo glacial de los desaparecidos y la densidad teórico-táctica de Lenin como cirujano del tiempo-espacio internacionalista; la sangre fría de Ho Chi Minh que, como sociología de las maniobras, hicimos nuestra para operar todos los momentos de la coyuntura que estudiábamos con el bisturí de la militancia, para hacer los segundos más largos y para darle sentido a la sociología amputando del pueblo los momentos amargos.
Si aceptamos que existe una sociología salvadoreña aceptamos, de hecho, que se ha producido un conocimiento original y creativo a partir del cual El Salvador ha venido recuperando la memoria histórica para tomar conciencia de sí mismo sin recurrir, con demasiada facilidad y falta de crítica, a la importación teórica, aunque sí a la nacionalización de los conceptos fundamentales para encarar su propia realidad sin ser neocolonizada en el intento, sobre todo la nacionalización de los conceptos marxistas, al menos en nuestro caso particular, para comprender el sentir y actuar de nuestra historia y así cambiar, desde la sociología de la nostalgia, nuestra idea de la historia y su memoria como repetición ritual de las acciones colectivas para aprender de sus errores y controlar el tiempo por un instinto de sobrevivencia que reconocía la validez sociológica de las historias frustradas; para no suicidarse de diferentes formas en la anomia provocada por la dictadura militar que retaba a la sociología a que descubriera nuevas ideas y a que entrara a la realidad por la salida del imaginario.
Pero el pensamiento propio no nace de otros pensamientos porque las ideas no producen al cerebro, sino que tiene sus orígenes en la objetiva esfera motivacional de la conciencia como energía del ser social, una esfera que incluye nuestras inclinaciones y necesidades de civilización; nuestros intereses e impulsos de transformación social; nuestro afecto y emoción como constructo cultural; nuestro ser social como origen de todo, pues somos cuerpo-sentimientos que no debemos construir el futuro mediante el exterminio total del pasado, debido a que el cambio social no empieza de cero (aunque si no lo reconocemos podemos estar llegando neciamente al “casi cero” sociológico), ni la materia va en sentido contrario del tiempo, pero en medio de la guerra que queríamos descifrar con los códigos de la sociología todas nuestras mañanas amanecían cobijadas con el atardecer del pueblo como concepto obligado de la reflexión sociológica; nos dormíamos en nuestro hoy y el pueblo despertaba en su ayer. Que somos cuerpo-sentimientos lo aprendimos con la lectura de la compleja “Dialéctica de la Naturaleza” (Federico Engels) y de “Las venas abiertas de América Latina” (Galeano), y lo reafirmamos en los candentes debates suscitados en el Congreso de 1987 cuando el punto de agenda era determinar si estábamos dando un paso adelante y dos pasos atrás en la comprensión y transformación de lo social.
Como metáfora sociológica se puede decir que en ese año estábamos tratando de construir un proyecto teórico-práctico para luego destruirlo en lo concreto pensado y construir sobre sus escombros el proyecto de la utopía social como razón de ser de una sociología salvadoreña emparentada con la latinoamericana y diferente a la sociología europea, pensando en que podíamos ser capaces de proponer una original “sociología de la liberación” en tanto forma de “sociologar” construyendo nuestra propia historia para dejar de ser sus sufrientes, o sea dejar de ser sus víctimas sin victimario, lo cual se logra cuando establecemos la negación de la negación de la sociedad para adoptar una sociedad nueva (el salto de calidad), tanto en los libros como en la cotidianidad concreta de la vida de quienes tienen como principal problema económico tener “con qué” para el siguiente tiempo de comida.