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El existencialismo en José María Méndez

Lovey Arguello,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua

Los sucesos que caracterizan a una época y a una sociedad determinadas dejan huellas en el hombre. De acuerdo a su grado de observación y de sensibilidad, éstas marcan su quehacer con menor o mayor intensidad. En las obras de los escritores se reflejan, por consiguiente, los problemas que aquejan al ser humano, las tendencias de carácter político, social, filosófico, económico y artístico que predominan en el ambiente que los rodea. Sus novelas, poesías, cuentos, ensayos son –con mucha frecuencia- un claro testimonio del momento en que a los creadores les tocó vivir. No pueden desviarse totalmente de su medio ambiente; son parte de él. Y así van registrando hechos, circunstancias, que los incitan a escribir, a participar –por medio de la palabra- en la recreación de un mundo externo e interno. Se pueden limitar a exponer situaciones caóticas, desequilibradas, o llegar a la formulación de soluciones posibles. Pero ya sea que traten de redimir o no al mundo, su testimonio es válido, y lo será de acuerdo a la habilidad en el manejo del lenguaje, único vehículo que poseen para expresarse.
Y José María Méndez, al sustentar el Existencialismo como base filosófica a su producción literaria, denota una postura que obedece a un momento de ruptura política, moral y social en El Salvador.
«En cada uno de mis cuentos he tenido a la vista, en todo instante, el drama de los salvadoreños», dice José María Méndez, que deja como su vena más auténtica la preocupación por el destino de El Salvador. Abogado, periodista, académico de número, orador y escritor: tareas que –al llevarlas a cabo con un sello personalísimo de sinceridad y civismo- lo sitúan dentro de nuestra identidad nacional.
Poseedor de un espíritu abierto e inquisitivo, desde muy joven se deja interesar y cautivar por la literatura. Combina sus deberes en el García Flamenco con lecturas de novelas, cuentos y ensayos que encuentra en la amplia biblioteca de su padre, el Dr. Antonio Rafael Méndez, y así se forma un marco de referencia clásico y sólido. Nace en Santa Ana en 1916; elige la profesión de abogado, destacándose por su monografía, «El cuerpo del delito» y por su tesis «La confesión en materia penal».
Su lenguaje ágil y directo lo desborda en «Fliteando», columna humorística del periódico Patria Nueva, de su creación. En «Disparatario» emplea el aforismo conciso que gusta por la riqueza y la hondura reflexivas. Mas su verdadero reto dentro de la narrativa surge con «Tres mujeres al cuadrado», relatos breves de corte vivaz, premiados en el VIII Certamen Nacional de Cultura de El Salvador.
De 1950 a 1966 se dedica casi de lleno a la labor docente en la Universidad Nacional. Es electo Fiscal, Vice-Rector y Rector; sin embargo, ante las confrontaciones en el seno de la Universidad, ante el deterioro moral que él observa, se retira de su Alma Mater y deja de ser humorista. Responde a toda esta encrucijada con personajes que, agrupados en «Tiempo irredimible», se debaten en un medio de la soledad, la angustia, la zozobra, la muerte. Ninguno encuentra la solución digna que le permita resolver sus problemas: ellos son el preámbulo a las transiciones políticas y sociales que comenzaban a gestarse.
El retrato que elabora José María Méndez de nuestra condición de entonces se caracteriza por su dolor, su desconsuelo, su carencia de fe y de esperanza.
«Tiempo irredimible» es una colección de catorce cuentos cortos –escritos entre 1969 y 1970- cuyos personajes son seres abatidos por la desesperanza, la soledad, la pobreza, la violencia, la angustia, el hastío, el suicido. Ellos se encuentran sumergidos en el fango oscuro del desaliento que los ha hecho tirar por la borda las bases que podrían haberles dado un sentido esperanzador a sus vidas. Carecen de estructuras de apoyo; se han desprendido de los lazos familiares y se han lanzado a la búsqueda de satisfacciones egoístas que en nada contribuyen a un estado de paz. Sus vidas son una sucesión de inquietudes, de desencantos que han terminado por confundir sus prioridades. Su enfoque no les permite ver más allá del pavimento; los vemos desposeídos, envueltos por una densa neblina y a punto de colapsar. Su peregrinaje es de relativa brevedad y el hilo de su historia está roto en mil pedazos.
En «Juegos peligrosos», el narrador se encuentra en la cárcel, en su última noche, y ya próximo a morir, hace evocación de su adolescencia y juventud. Vivía en un mesón sumamente pobre; su padre era alcohólico y con frecuencia maltrataba a su madre. Se incorporó a un grupo de jóvenes con los cuales se escapaba de clases y cometía todo tipo de fechorías. Poco a poco sus juegos aumentaron de tono y se volvieron, más bien, desahogos instintivos. Al organizarse bien en una pandilla, ya no jugaron más; se dedicaron a buscar la muerte y para ello no perdieron ocasión, hasta el punto de desarrollar habilidades de verdaderos equilibristas. Sus actividades todas se encaminaban en una sola meta: desafiar su propia existencia. Y así, cercano a su fin, el narrador no quiere confesarse, ni rezar, ni aceptar la cena del director del penal; lo único que ansía es tener el suficiente valor para enfrentarse a la muerte, tal y como lo había hecho de joven en uno de sus juegos desafiantes.
En «Los malos días», el narrador se encuentra completamente desencantado de la vida. Siente que para él cada día que pasa es peor que el anterior. Vive angustiado por el pasado y se esfuerza porque el presente se acorte lo más posible. Recuerda los años felices, aquellos momentos compartidos con Laura, su esposa, y Carlitos, su pequeño hijo. Enumera, paso a paso, las circunstancias que lo empujaron al desenlace abrumador, aflictivo. Relató cómo, un buen día conoció Laura en una recepción, la forma cadenciosa de su baile. Al poco tiempo eran novios, y el casamiento se llevó a cabo a los seis meses de haberse visto por vez primera. Compró una casa cerca del parque de búcaros, donde solían ir los tres. Todo iba bien, pero el destino les tenía reservado un camino que resultaría abrumador. Debía haber comprendido la importancia de aquel día, más no fue así. Se presentaron algunas circunstancias premonitorias que él no captó. Para comenzar se despertó acatarrado e insistió en no faltar al trabajo, pese a los ruegos de Laura, y pese a la lluvia. El automóvil no tenía gasolina, pero se las ingenió para extraer un poco de la del vecino; llegó tarde a una cita de negocios. Fue, pues, un día inusitado. En el trayecto a casa, pensó acatar el consejo de Laura y reposar durante el fin de semana. Al acercarse al parque de búcaros, sonó tres veces el claxon de su automóvil, y Carlitos salió a su encuentro. No se percató de la presencia del niño y lo atropelló. Cuando Laura vio el cuerpecito inerte de su hijo, perdió la razón. Tuvo que ser internada en un manicomio donde nada se pudo hacer por ella; a los tres meses fallecía. El narrador se halla solo, vencido por el peso de las circunstancias. Y no trabaja; ha perdido clientes y amigos, así como toda razón de existir.

En «Pesadilla», un joven revolucionario huye de las autoridades después de haber participado en una manifestación. Pide asilo a su cuñado, quien lo rechaza; después se va a un cine; luego se esconde bajo un puente. Llega al burdel de Herminia con la esperanza de reposar un rato, pero ella no lo recibe, ya que la radio lo ha descrito y no quiere arriesgarse. Su amigo Pablo tampoco lo protege; le regala un sombrero, un traje y unos anteojos oscuros. Finalmente, cansado de huir, entra a un hotel con el fin de dormir. Han pasado treinta y dos horas de actividad, y sucumbe a un sueño que se torna en pesadilla. En la primera parte, está envuelto en una sábana de viento que lo arrastra hacia un abismo, y cae en el vacío, en donde permanece poco tiempo, pues una mano lo sujeta y lo envía de nuevo a la tierra. Ahí es perseguido por unos tacones, y huye. Se convierte en un pedazo de metal en forma de corazón, y un herrero lo transforma en láminas. No sufre ni se altera. Al recibir un tremendo golpe, se divide en partículas y sale al campo. Después recobra su estructura, su conciencia y capacidad de orientación. Los árboles se vuelven en contra de él, y lo persiguen; él ansía volar más alto, pero no puede. De repente, cantan tres gallos y el encanto desaparece.
Sin embargo, el encanto del autor se acrecienta en cada uno de los cuentos. Y es que él se atrevió a descender a las cavernas del alma, a urgar en el lado oscuro, sombrío, oculto que –en menor o mayor grado- es parte del género humano. Y salió fortalecido en su planteamiento, en su visión profética, en su palabra. Lo acompañó en su recorrido un lenguaje que se caracteriza por ser una pincelada rápida, concisa, ágil, fuerte, clara. Él va más allá de las posibilidades idiomáticas; a través de un acertado empleo de los adjetivos, nos conmueve, nos golpea, ubicándonos ahí donde la sombra ha vencido a la luz.
El legado más significativo de José María Méndez es el replanteamiento de nuestra condición de seres humanos inmersos en un ambiente de hostilidad, de pautas de mala fe, de sensualidad, de odio, de muerte. Y ante este universo que gime de dolor, podemos concluir que la negación del amor es soledad, que la negación del ideal es vacío, que la negación de Dios es oscuridad, oscuridad total y asfixiante.
José María Méndez es, sin lugar a dudas, un hombre cuya vocación nos ha integrado al sufrimiento de todo un pueblo, cuya palabra nos ha revelado el enigma del hombre, cuya huella nos ha impreso el sello de nuestro destino solidario.

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