Miguel Ángel Dueñas Góchez*
Caso 1: Una persona me contaba sobre su niñez y dónde la había vivido. En ese lugar solamente habían dos familias, una que alquilaba y la otra dueña, esta última usaba atuendo de vestido muy largo y tapado, su esposo de camisa blanca manga larga y sombrero, todo lo que caracterizaba a una pareja de creyentes de la congregación Apóstoles y Profetas, ambos entre 50-60 años de edad sin descendencia, pero bastante entregados a su Iglesia. Lo que les llamó la atención a quienes alquilaban fue que todas las noches a partir de las 10:00 p.m., se sentía olor a humo de cigarro. Por fin su padre se animó a quedarse ya noche para saber qué pasaba a esa hora en servicio sanitario que quedaba en el traspatio y era común para ambas familias. ¡Sorpresa! era el señor que usaba su sombrero y camisa blanca para congregarse en su Iglesia todos los días; esta vez en pijamas.
Caso 2. Tuve una plática con un peluquero (cerca del lugar se escuchaba música bastante alegre que contagiaba a las personas a moverse). El barbero me dijo, recuerdo cuando yo era bailador y mundano, todos los fines de semana iba a diferentes lugares y me divertía bailando, tomándome una o dos cervezas, pero desde que soy cristiano, no he vuelto a cometer ese pecado. A lo cual yo le respondí con una pregunta ¿Pero ahora no le atrae ir a bailar? El me dijo, como no me pican los pies por hacerlo. A lo cual le respondí: -Eso podría ser más pecado, abstenerse de algo que Ud. desea, no creo que sea castigado por un antojo-.
Es así cómo el único contenido positivo de la tolerancia se refiere a la conciencia cierta, pero errónea. A esta se le niega la libertad religiosa externa, pero se le reconoce, por exigencias de la dignidad humana, la libertad personal interior, es decir, el derecho a no ser forzado a abandonar sus convicciones y sus prácticas religiosas y de no ser constreñido a aceptar la verdadera fe religiosa contra su propio imperativo subjetivamente sincero.
* Licdo. en Relaciones Internacionales