Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor
suplemento Tres mil
Antes me gustaba octubre. Lo esperaba con alegría desde que comenzaba noviembre y durante todo el año. Hoy para mí no tiene aquella magia que lo llenaba cuando yo era un niño. En esos días cuando la brisa llegaba con el mes y se hacía ventisca en la actualidad es solo un bonito recuerdo entre la ciudad de concreto que cada minuto se traga lo poco de vegetación que tiene El Salvador. Me levantaba con frío y alegre porque hacía frío, me bañaba sintiendo como mi quijada hacía aplaudir mis dientes por lo helada del agua y con el placer de cubrirme con las toallas para ponerme el esperado atuendo y manteniendo la sonrisa. Y era feliz porque ese día usábamos al fin nuestra chumpa o suéter y uno hasta se sentía personaje de película. Éramos tan felices con esos pequeños detalles, como sucedía en marzo con las chicharras o en mayo con los zompopos. Ahora el mundo es más ancho, impreciso y lleno de apariencias y percepciones que en aquel entonces.
Luego, mientras mi mamá me llevaba al colegio veía con fascinación como las hojas se volvían piraguas azotadas por la incontrolable marea de la ventisca, así como la hermosa danza de los árboles que se batían de un lado a otro. Y todo solo por el viento que incluso iba empujando las nubes.
Tras esto llegaba corriendo a las aulas para sentir el golpeteo del viento sobre los cristales y el ligero aullido cuando se hacían ligeros remolinos antes del sonido del timbre que anunciaba el inicio de clases, clases que iban a ser las últimas del año.
Y afuera del colegio, observaba a los niños subiendo las lomas con sus tómbolas para elevar piscuchas y pasarse el día maniobrando en el cielo, con la sencillez y la complicación que demandaba ganarle a la ley de la física con ayuda del viento. Yo debía correr y fallar muchas veces para después de múltiples esfuerzos medio alzar la mía, mientras otros lograban que se elevaran y mantuvieran arriba como una dramática analogía de la vida.
Octubre, viento y salida de clases era lo hermoso del mes, aunque en más de una ocasión me tocó llegar a estudiar al famoso curso de verano, cuando había que reforzar o reponer puntos para algunas materias. Sin embargo, volver a clases en estas condiciones de frío y viento me resultaba atractivo. Hasta cierto punto me resultaba reconfortante y no quería que terminara. Quizá lo helado me pone de buen humor y me vuelve más productivo, porque en las etapas de frío es cuando más he escrito o dibujado. Ahora que casi todo el tiempo habito el calor, recuerdo con mayor deseo aquellas semanas de chumpas y suéteres, mientras solo deseo que termine el día para que mengue esa sensación de estarme tostando como una tortilla en un comal que a veces hasta me impide pensar.
Octubre también me gustaba porque hacía con mis amigos los primeros “viajes” para no aburrirnos. Nos íbamos a ver las vitrinas de Metrocentro o nos íbamos a jugar basquetbol al parque. Era un mes en el que veíamos al mundo más extenso hasta que llegará el 31, día de brujas. Cuando los niños salían a pedir dulces a las casas del vecindario o participaban en concursos de disfraces sin entregarse a la situación de ser del diablo o de Dios. Todo era visto solo como el último juego de octubre. Y debo confesar que aunque no me gustaban las cosas de terror y muerte, si me agradaba el detalle de disfrazarme. Pero después pasó lo que sucede: crecí. Y así dejaron de atraerme esos detalles y me empecé a meter en demasía con otros.
Sin embargo, siempre que llega octubre los vientos se presentan dentro de los recuerdos que se derraman en lo que para nosotros representa ese décimo mes que asociamos con los vientos.