Esta bienaventuranza se refiere a quienes tienen un corazón sencillo, puro, sin suciedad, porque un corazón que sabe amar no deja entrar en su vida algo que atente contra ese amor, algo que lo debilite o lo ponga en riesgo. En la Biblia, el corazón son nuestras intenciones verdaderas, lo que realmente buscamos y deseamos, más allá de lo que aparentamos: “El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón”, Él busca hablarnos en el corazón y allí desea escribir su Ley. En definitiva, quiere darnos un corazón nuevo.
Lo que hay que cuidar más es el corazón. Nada manchado por la falsedad tiene un valor real para el Señor. Él huye de la falsedad, se aleja de los pensamientos vacíos.
El Padre, que ve en lo secreto, reconoce lo que no es limpio, es decir, lo que no es sincero, sino solo cáscara y apariencia, así como el Hijo sabe también lo que hay dentro de cada hombre.
Es cierto que no hay amor sin obras de amor, pero esta bienaventuranza nos recuerda que el Señor espera una entrega al hermano que brote del corazón, ya que si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría. Lo que viene de dentro del corazón es lo que contamina al hombre, porque de allí proceden los asesinatos, el robo, los falsos testimonios, y demás cosas.
En las intenciones del corazón se originan los deseos y las decisiones más profundas que realmente nos mueven.
Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo, cuando esa es su intención verdadera y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro y puede ver a Dios. Jesús promete que los de corazón puro verán a Dios.
Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad.