José M. Tojeira
¿Se puede decir Feliz Navidad mientras millones de seres humanos pasan hambre, miles mueren en guerras absurdas y criminales y cientos de millones sufren diversas formas de marginación, explotación y estigmatización? La respuesta es positiva, si somos capaces de ser coherentes con lo que decimos. En realidad la frase “Feliz Navidad” es un deseo. Aspiramos con él a que unas personas concretas, no solo por ser amigas, sino sobre todo por ser personas, pasen con alegría y bienestar unos días en los que se recuerda desde la fe cristiana una fecha clave de la historia de salvación del género humano creado y amado por Dios. Y es eso lo que nos puede llevar a la misma interrogante del inicio, aunque formulada de otra manera.
¿Se puede desear una Navidad feliz a unos pocos e ignorar la suerte de otros, o despreocuparme de la infelicidad de muchos? Y aquí la respuesta es negativa. La Navidad es un acontecimiento de carácter universal: la humanización de Dios y la divinización de lo humano como fruto de su amor. No podemos recordarla sin comprometernos con lo humano y sin expandir nuestra capacidad de amar para comprometernos con Dios.
Los poetas han visto con frecuencia en la cruz el símbolo del amor cristiano. El tronco vertical apuntando hacia el cielo y el madero horizontal significando el abrazo y la apertura al mundo entero. Es el símbolo del amor en su plenitud y en su triunfo. El Nacimiento del Señor tiene la misma fuerza simbólica pero desde la óptica de la sencillez y la ternura solidaria.
Dios nace en la marginación y la pobreza para que todos se puedan acercar a él. No hay muros ni puertas en el lugar en el que nace. Hasta los animales del campo tienen entrada libre, simbolizados desde la piedad popular en el burro y el buey. Acostumbrados al pensamiento de que lo importante, y por ende lo divino, es siempre grande y fastuoso, Dios nos ofrece una presencia distinta. No solo nace en la pobreza, el silencio y ante la indiferencia de quienes no lo quisieron recibir en la posada, sino que está dispuesto a recorrer la vida del migrante, del profeta perseguido y de la víctima inocente. Para convertirse así, desde el amor construido con la palabra, la solidaridad y la vida, en la oferta de camino hacia la salvación de lo humano.
Por eso hoy, al celebrar la Navidad, no podemos olvidar al migrante, al enfermo, a toda víctima maltratada, explotada o encarcelada injustamente. Tampoco es posible caminar indiferentes ante el desprecio de lo humano. Ese desprecio que se puede reflejar en la depredación de la naturaleza, en el deseo de convertir el agua en un puro objeto de mercado, o en el amor al oro reflejado en una minería que destruye la tierra, envenena el agua y contamina el aire. Es cierto que la Navidad tiene una dimensión tierna y familiar. Pero por eso mismo nos invita a vernos como familia humana abierta siempre al cariño, la solidaridad y la ternura. San Juan de la Cruz, un místico y poeta universal, tiene una poesía en la que narra intuitivamente lo primero que María comenzó a guardar en el corazón: el contraste entre el llanto de Dios en el Niño Jesús y la alegría en los pastores pobres.
El llanto del divino Niño nacido en un mundo insolidario que no lo recibe en ninguna casa y la alegría de los olvidados de la tierra que son los primeros en darse cuenta de que Dios viene hacia ellos, ofreciéndoles un mundo y una sociedad en la que la hermandad supera los odios, las guerras, la marginación y todo tipo de abuso del débil y el humilde. La Navidad es así un camino hacia el amor que nace desde lo pequeño y rechaza el fariseísmo de lo grande o la alegría de unos pocos construida sobre el dolor de los pobres. Desde ahí, desde la buena noticia de un amor que nace desde lo pequeño y se convierte en semilla universal de un mundo nuevo en el que no hay necesidad de sol o de luna “porque su lámpara es el Cordero”, desde ahí, hoy y siempre, podemos decir FELIZ NAVIDAD.