Por Mauricio Vallejo Márquez
Mis muertos andan por las esquinas,
laboran en los periódicos burlándose de sus propios días,
fuman un cigarro cada cierto tiempo sin importar la ulcera,
el recuerdo de la sangre o la quemadura del nudillo
y de vez en cuando
surcan el poema
como si poetas fueran.
Andan cual labriegos
anidando en sus talegas
la mala lengua infaltable
que de tanto desatarla
ya se alza en ola.
Mis muertos abren bares,
timan gentes,
sollozan de soledad,
y desean con firmeza ser lo que no serán,
se quejan de sus males,
dan talleres de poesía por doquiera,
duermen en las cárceles,
se atreven a matar
y anhelan otro infierno en cada una de sus muertes.
Por costumbre acomodan los lechos de sus criptas
luego de licores, lisonjas, mala lengua y tabaco
esos muertos infaltables que deambulan por el centro
buscando su ego en la mirada de la gente
y anonadados de ver en otros rostros apenas un consuelo
qué tristes son, desdichados muertos
muriendo en los ojos de sus hijos, de sus madres, de las mujeres,
asesinados por sí mismos, por su propio corazón
por la fama, por el tiempo y su carencia de Dios.
Muertos en vida,
deambulando por existencia,
apenas sé que mueren lento en sus muertes
y no anhelan calzarse la vida a fuerza de resucitar
por una cuestión de orgullo
apenas fenecidos y con dolor tan vivos
van por las calles sin ver atrás, tan sospechosos,
como si del propio Azrael se tratara
engullendo los arbustos de las avenidas
y llorando sin llorar.
Tristes muertos, sin reposo, sin ver
que la vida va allí enternecida
meciéndose para despertar.