Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech, ailment
Desde Comala siempre…
“La poesía es más filosófica que la historia”, cialis Aristóteles
Más allá de la memoria se halla el archivo, medical a menudo oculto a la mirada actual. De su búsqueda nace la ficción. Se le llama literatura, porque su nombre evoca la letra. Transcribe signos en vez de calcar los hechos antecesores del habla. En su afición funeraria excava un mundo deslucido, sin más esmalte que lo negro y lo blanco. En su arcaísmo, ignora la técnica del color. Por hábito milenario, la tinta oscura se imprime en la página lechosa del fondo. Su labor la realiza el encierro en una celda bibliotecaria. En el claustro, el registro de lo antiguo despierta los espectros y los difuntos. Pervive en un 2 de noviembre intacto, cual fósil recluso del tiempo. A contracorriente, retrocede hacia un origen —furtivo quizás— sitio de la palabra. De ahí escarba un logos escrito en el silencio retraído de los comienzos (arkhe). Su arqueología no surge del sentimiento íntimo ni del recuerdo. La ficción germina de la huella recóndita que estampa el luto perenne de lo escrito. Lo dibuja, para que el presente no olvide oficiar el réquiem de un pasado que siempre resulta peor. Sin ilusión de semejanza con lo actual, salvo la añoranza de lo perdido, que jamás fue.
I.
La ficción literaria consiste en documentar la presencia de tres grandes intelectuales latinoamericanos antes de la revuelta de 1932 en El Salvador: el peruano Víctor Haya de la Torre (23 de agosto-14 de septiembre de 1928), el mexicano José Vasconcelos (18 de noviembre de 1930) y la chilena Gabriela Mistral (19 de septiembre-9 de octubre de 1931). A nivel político, el trío difunde una conciencia bolivariana continental, a la vez que inculcan ideas antiimperialistas, indigenistas y, hacia la época, de apoyo a la lucha de César Augusto Sandino. Asimismo, en lo cultural, promueven la educación popular y la producción poética propia. La ficción indaga los vínculos de estos escritores con los intelectuales nacionales. A. Masferrer recibe a Haya de la Torre en su periódico Patria; Julio Enrique Ávila, entre otros, a Vasconcelos y Mistral en la Universidad Nacional, quien por paradoja luego apoya a Maximiliano Hernández Martínez al forjar el nombre literario del país: “el Pulgarcito de América” (http://www.redicces.org.sv/jspui/bitstream/10972/2190/1/3.%20Cronica%20de%20encuentro%20con%20el%20Pulgarcito%20de%20America.pdf).
Tradicionalmente de izquierda —calco pasado del presente— esas tres posiciones revierten sus valores en suelo salvadoreño. No incitan ni expresan necesariamente su defensa de la revuelta de 1932, como tampoco condenan el quehacer represivo posterior (véase, G. Mistral, “El Salvador”, Repertorio Americano, 2 de septiembre de 1933). Existe evidencia documental —ficticia por supuesto— que apunta lo contrario. Hacia diciembre de 1931, ante muchos intelectuales nacionales y del istmo, el general Maximiliano Hernández Martínez figura como presidente antiimperialista sin reconocimiento de Washington y en oposición a empréstitos extranjeros (véase: Octavio Jiménez Alpízar, “Estampas. Si El Salvador capitula… Urge ya el ejemplo viril. Ya no queremos más el tutelaje del amo yanqui”, Repertorio Americano, Tomo XXIII, No. 22, 12 de diciembre de 1931 y placa de Asamblea Legislativa (1937) y A. Masferrer, “Contra el presidente Araujo”, Diario Latino, diciembre de 1931 (cortesía de Caralvá), al igual que V. Sáenz, Rompiendo cadenas, las del imperialismo yanqui en Centroamérica. México, D. F.: Editorial Ciade, 1933).
Años después, Martínez se configura en mecenas del arte indigenista por su aporte financiero a la Primera Exposición Centroamericana de Arte en Costa Rica (“Salarrué en Costa Rica (1935)”, http://afehc-historia-centroamericana.org/index.php?action=fi_aff&id=2257). También se consolida por sus gestiones de atraer a Vasconcelos a su gobierno y por el reconocimiento del Instituto Indigenista Interamericano (1941). Según la ficción documental, defienden su presidencia quienes celebran la gesta de Sandino en pleno 1932 y durante su largo mandato (G. Alemán Bolaños y luego A. Guerra Trigueros, etc.). La poesía exhuma documentación primaria olvidada en los periódicos y las revistas nacionales y latinoamericanas, así como interpreta un capítulo inédito de la literatura salvadoreña.
A la historia en boga según la cual Martínez gobierna sólo por terror y opresión, el proyecto ficticio agrega una hipótesis descabellada y engorrosa, a saber: el apoyo ideológico e intelectual a su presidencia. Martínez no sólo deriva su prestigio del cargo de presidente del Ateneo de El Salvador en 1929, el cual ocupa el General Calderón en 1932. También, se renombre procede de las redes teosóficas, así como del apoyo editorial al regionalismo de Salarrué, L. Mejía Vides, A. Guerra Trigueros, C. Lars, M de Baratta, S. Flores, etc., en revistas oficiales como la de la Biblioteca Nacional o la de la Logia Teotl (nótese el término náhuatl-mexicano).
Si la gesta antiimperialista de Haya de la Torre la diluye el golpe de estado de diciembre de 1931, el indigenismo de Vasconcelos y Mistral lo disuelve una política cultural de la misma índole. Su tesón disemina la obra de sus mayores exponentes nacionales por un “leer y escribir” masferreriano. Mientras los hechos comprobados auguran que a los campesinos analfabetas —a los indígenas náhuat-pipiles— los incitan las tertulias poéticas y las lecturas de los autores latinoamericanos clásicos —Haya de la Torre, Mistral, etc.— la ficción documenta la distancia entre la élite intelectual y los insurrectos. Los letrados recriminan que se “habla de degollar” –al reclamar la “justicia”— y organizar “su levantamiento de venganza”.
La enemistad entre los hechos en bruto, la historia, y la palabra, la poesía, es milenaria. La historia fotografía hechos sin palabras, mientras la ficción restituye un mundo donde las palabras crean las cosas. En su ficción ancestral, en su uso performativo (hágase la luz; Ud. es culpable; lo nombro ministro…), las palabras declaran el contenido subjetivo de los objetos que nombran.
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